Las medidas de seguridad, en cuanto a discreción, dejaban ver su
efectividad. Regresó solo a Calabazar, pero únicamente hubiera
podido decir que había llegado hasta Colón. No sabía nada más. Ni
siquiera a qué lugar de la provincia de Matanzas, o de Las Villas,
Camagüey u Oriente se dirigían sus demás compañeros ni cuál era el
objetivo de ese viaje. El resto de la travesía transcurrió en calma.
En El Cobre hicieron una parada. Lugar de peregrinación, contaba con
una iglesia para los devotos de la Virgen de la Caridad. El grupo se
hizo tomar una foto. Sería la última en que aparece Julio Trigo, el
único que perdería la vida en Santiago de Cuba de los nueve hombres
de Calabazar que llegaron para participar en la acción.
Igual ocurriría con los tripulantes del auto manejado por Boris
Luis Santa Coloma, del comando de dirección del movimiento. De los
que iban allí únicamente este sería asesinado en los sucesos del
Moncada. Todos se conocían, comenzando por su compañero de trabajo e
ideales Vicente Chávez Fernández. Técnico en refrigeración, Vicente
Chávez era un estrecho colaborador de Boris en las luchas sindicales
contra la administración de la Frigidaire. Regresaría a La Habana
después del combate y el lunes se presentaba en su centro de
trabajo. Tiempo después la empresa decidiría liquidar sus talleres,
transformados en un verdadero foco revolucionario. Gratificó a los
obreros con un mes de salario por cada año trabajado.
Con ese dinero, estos compraron los camiones y equipos de la
propia Frigidaire y crearon una cooperativa denominada Frialco,
sociedad anónima, en cuyo frente estuvo Chávez hasta resultar
asesinado por la tiranía el 9 de abril de 1958 en plena lucha
clandestina.
En el auto de Boris Luis también fueron para Santiago de Cuba
tres de los miembros de la célula que había organizado en Madruga,
su pueblo natal: Orbeín Hernández, Ulises Sarmiento y Manuel
Suardíaz. Orbeín, como secretario general de la juventud ortodoxa de
Madruga, conocía a Fidel desde 1951 y lo apoyó en sus aspiraciones
para ocupar un escaño en la Cámara de Representantes; pocos meses
antes del golpe había organizado un acto de masas en su pueblo, en
el que habló Fidel al ser proclamado como candidato de la juventud
de esa localidad. Sin embargo, Orbeín ingresaría en el movimiento
por contacto con Boris Luis. Boris iba casi todos los domingos por
Madruga y, a principio de ese año del centenario, lo visitó un día
en compañía de Fidel.
Oscar Alcalde, también miembro de la dirección del movimiento,
guiaba su Plymouth crema en que viajaban cuatro obreros de la
construcción de la célula de Poey: Armando Mestre Martínez, Juan
Almeida Bosque, Emilio Albentosa Chacón y Moisés Maffut. Maffut era
el jefe de esta célula, pero con el transcurrir del tiempo sería el
único que desertaría de la Revolución. Mestre y Almeida
sobrevivirían al combate y, apresados junto a Fidel, pasarían 22
meses en prisión, fundarían el MR-26-7, saldrían al exilio y
regresarían en el Granma. Aunque no combatió en el Moncada, Emilio
Albentosa también estaría, tres años y medio después del Moncada,
entre los 82 expedicionarios del Granma. De los 87 combatientes del
26 de julio de 1953 que sobrevivieron a la acción, 19 también
inscribirían sus nombres en la heroica hazaña del Granma.
En el Oldsmobile propiedad de su padre que guiaba Ángel Díaz
Francisco también todos se conocían. Eran estudiantes de la
Universidad de La Habana, con excepción del joven trabajador Gustavo
Arcos muy vinculado, sin embargo, a todas las actividades contra la tiranía que se originaban en la universidad. Jesús Blanco
Alba y Carlos Merilles Acosta integraban este grupo. A pesar de que
no guiaba el auto, era el estudiante Abelardo Crespo quien había
recibido las orientaciones sobre el punto de destino y el lugar de
contacto en Santiago de Cuba.
Otros dos estudiantes universitarios, Pedro Miret y Léster
Rodríguez, viajaban en esos momentos en diferentes ómnibus como
responsables de dos grupos que en total sumaban 30 hombres.
José Francisco Costa Velázquez y Jaime Costa Chávez vivían en
Guanajay. Eran primos, pero viajaron en uno de los ómnibus sin
hablarse, como si no se conocieran. En el mismo ómnibus iban los
demás integrantes de la célula de Guanajay: José Ramón Martínez,
Alfredo Corcho —quien igual que su primo Rigoberto Corcho, de
Artemisa, sería asesinado después de la acción—, Ángel Sánchez y el
jefe de la célula, Abelardo García Ylls.
Veinte artemiseños fueron en los ómnibus (1), entre
ellos Ramiro Valdés, responsable de la célula central de Artemisa y
cinco de los seis jefes de células de esa localidad que la
completaban: Carmelo Noa, Rigoberto Corcho, Julito Díaz, Ciro
Redondo y Gerardo Granados.
El sexto integrante de la célula central de Artemisa, Severino
Rosell, va junto con Pepe Suárez, organizador del movimiento en la
provincia de Pinar del Río, y los también artemiseños Gregorio
Careaga, José Antonio Labrador y Ricardo Santana en el auto que
conduce el trabajador ferroviario Mario Dalmau.
El grupo de 28 artemiseños que combatieron en el Moncada se
completaba con Ramón Pez Ferro, que iba en el auto de Héctor de
Armas, también arrendado, Rosendo Menéndez que fue por tren, y
Orlando Galán, que lo hizo en la máquina que manejaba Pedro Marrero.
Alto, corpulento, Pedro Marrero conducía sin dificultad.
Comparado con el pesado camión de transportar cerveza que durante
años había guiado, aquel moderno Chevrolet 1953 le parecía un
juguete. Era uno de los cinco carros que Tizol había adquirido en arrendamiento en los últimos días. Con él viajaban Generoso Llanes,
de Jaimanitas, y Orlando Galán y dos jóvenes más de Artemisa. La
estridente sirena de un carro patrullero sobresaltó a Pedro Marrero
cuando apenas había salido del garaje detrás de la terminal de
ómnibus, donde le acababan de echar gasolina. Se arrimó a su derecha
y detuvo el carro al ser bloqueado por la perseguidora. Dijo a sus
acompañantes: "Déjenme hablar. Recuerden que vamos a Varadero. No lo
olviden". Uno de los policías se aproximó y preguntó a dónde iban
tan deprisa. "A Varadero", contestó Marrero. "Bueno, abran el
maletero." La mano de Marrero tembló ligeramente al introducir la
llave. ¿Vendrían armas en el maletero? Apretó el botón, la tapa
cedió. Estaba vacío. Una vez más, funcionaban adecuadamente las
medidas de seguridad asumidas para la travesía.
Ajeno a la preocupación de Marrero, el ancho y musculoso marino
Generoso Llanes presenció toda la operación apenas sin inmutarse.
Ocho días antes, el 17 de julio, había cumplido 38 años. Entre todos
los revolucionarios que combatirían el 26 de Julio, ocupaba el sexto
lugar entre los de mayor edad. Le antecedía el obrero agrícola
Manuel Rolo, con 50 años, el cocinero Manuel Gómez, con 42, el
médico Marío Muñoz, con 41, y el trabajador azucarero Luciano
González Camejo y el también cocinero Virginio Gómez, con 40; todos
fueron asesinados tras el asalto.
La parada en Catalina de Güines para tomar café abrió la
oportunidad a un enojoso incidente. Alfredo Sánchez y otro joven
también artemiseño conocido por el Jimagua, del central Andorra,
echaron a correr y subieron a un ómnibus en viaje hacia La Habana,
que se encontraba detenido en la senda contraria. Con el de Nueva
Paz que desistió en el tren, y el de Calabazar —en el auto de
Quintela—, serían los únicos cuatro en partir que no arribarían a
Oriente.
La máquina del locuaz Gildo Fleitas fue una de las primeras en
partir de La Habana, a pesar de todos los trajines en que estuvo ese
día. A las 3:00 de la tarde salió de 25 y O, con el gastronómico
Gerardo Sosa, Sosita, que desde principio de ese año se encontraba
sin trabajo, y Raúl Gómez García, el poeta de la Generación del
Centenario, quien desde que fuera cesanteado en el colegio Baldor
vivía de dar clases privadas en sus casas a alumnos aislados. Dos
días antes, el miércoles 22 de julio, Fidel lo había ido a buscar
con Montané. Raúl se disponía a salir de su casa con una de sus
hermanas para una fiestecita entre amigos. Su cita de esa noche, sin
embargo, sería con la historia. Regresó el jueves por la mañana a la
casa. Había pasado toda esa noche en la redacción del Manifiesto del
Moncada.
En el molino arrocero de los Sosa, para quienes Gildo trabajaba
como secretario y administrador de la finca Ácana, recogieron unas
latas de gasolina, cambiaron después un cheque por 50 pesos para los
gastos de viaje y fueron a buscar en San Lázaro e Infanta a los tres
miembros de la célula de San Leopoldo que participarían en la
acción: Reinaldo Benítez, su jefe, e Israel Tápanes y Carlos
González Seijas. Completo el personal, Gildo pasó por la oficina de
los Sosa en Consulado 9 a recoger los materiales preparados para la
programación especial de radio que se había proyectado, una vez en
posesión del cuartel Moncada.
Siempre en los planes de Fidel la participación de las masas,
este aspecto no podía ser olvidado. Se había concebido hasta en los
más pequeños detalles, incluyendo sus variantes. El proyecto comenzó
a elaborarse paso a paso casi simultáneamente con la concepción de
las acciones militares.
El llamamiento a los santiagueros y a todos los cubanos, en
general, se haría mediante esa programación. Una grabación de la
última alocución radial de Eduardo Chibás —"El último aldabonazo"—
constituiría el elemento movilizativo fundamental. A este habrían de sumarse dos poemas de Raúl Gómez —"Ya estamos en combate"
y "Reclamo del centenario"— leídos en vivo por su autor al igual que
el manifiesto donde se explicaban las raíces, razones y objetivos
del movimiento para el inicio de la acción insurreccional. La
programación se completaba con el Himno Nacional, el Himno Invasor y
otros himnos y marchas tendientes a despertar un estado de ánimo
proclive al combate entre la población. Las polonesas de Chopin, la
Sinfonía Heroica de Beethoven y varias composiciones más de este y
otros autores integraban parte del programa. Siete semanas antes,
Naty Revuelta había adquirido en la Discoteca, tienda ubicada en
Radiocentro, hasta el último de estos discos.
Los conocimientos de radio que poseía el médico Muñoz potenciaban
la utilidad de su presencia en Santiago; en caso necesario, podría
hacerse cargo de la parte técnica de las transmisiones. Frustrado el
éxito del asalto, Raúl Gómez García y Mario Muñoz fueron apresados
en el hospital junto con Abel, y asesinados por la soldadesca ebria
de venganza. Aquel día no escucharon los santiagueros la voz del
poeta. Sin embargo, trascendiendo el límite de la muerte que no
alcanza la vida de los héroes, sus versos habitan encendidos,
incendiantes, en el corazón del pueblo.
En el auto de Gildo el ambiente era realmente festivo con sus
constantes bromas. Gordo, muy gordo, sus ojos azules chispeaban en
su rostro rosado de rubio. Más que alegre se ha dicho que Gildo era
la alegría misma. Dos meses antes, el 28 de mayo, se había casado
con Paquita González Gómez, y una veintena de compañeros le
ofrecieron una fiesta de "despedida de soltero". Existe la
constancia gráfica: una foto del grupo en un bar restaurant de la
playa de Miramar lo muestra junto a Fidel, Pedro Marrero, Chenard,
Oramas, Virginio Gómez, Vicente Chávez, Montané y un grupo de amigos
de su barriada de La Ceiba. Dado a las bromas, las aceptaba alegre
como un niño travieso: sus amigos lo agarraron entre varios, le
quitaron los calzoncillos y estamparon sus firmas como recuerdo de
la jocosa "despedida".
El auto hizo numerosas paradas. La vigilancia represiva se
extremaba en las carreteras por la presencia de Batista en Varadero
y un acto de su Partido Acción Unitaria (PAU) en Oriente. Pero no
tuvieron dificultad en la travesía, Gildo se las había agenciado
para conseguir —para él y los demás carros— unas banderitas del 4 de
septiembre que agitaban todos fuera de las ventanillas al arribar a
las barreras militares de control, mientras él gritaba: "Somos de la
juventud del PAU." En la medianoche detuvo el automóvil y se tiraron
sobre la yerba de un promontorio a descansar. Al mediodía del sábado
almorzaron en Camagüey. "Muchachos, hay que comer sabroso, porque a
lo mejor esta es la última comida", fue la expresión de Gildo al
extender la servilleta. A Tápanes le encasquetó un sombrero hasta
las orejas. Se habían detenido en una tienda de campo junto a la
carretera. A Israel le llamó la atención un bonito sombrero de
vaquero. Sin decir nada, Gildo lo cogió, se lo encajó a Tápanes en
la cabeza y lo pagó al tendero. Sin embargo, el pequeño y delgado
Sosita era el principal objetivo de sus bromas. En más de una de las
paradas le agarraba ambas orejas mientras decía: "Hijo, hueles a
muerto". No todas las paradas del carro de Gildo fueron voluntarias.
A unos 10 km de Holguín, en un lugar conocido como Las Calabazas se
descompuso el auto. Todos bajaron. Apareció un mecánico que vivía
cerca. Podía repararlo, desde luego, pero lógicamente cobraba por el
arreglo y Gildo ya no tenía dinero. En ese instante un automóvil
detuvo su marcha junto a ellos. Abriendo la portezuela del
Oldsmobile 1949 de su propiedad que venía manejando, Ernesto Tizol
se bajó a verlos...
Tizol conducía el penúltimo carro que había salido de La Habana
la noche anterior. Una de sus llegadas al apartamento de Abel fue
instantes después que Fidel había entregado a Quintela la llave del
Dodge que utilizó durante todo ese día y en el que se suponía iría a
Oriente. Quintela no pudo conseguir ningún carro. Fidel le cedió el
suyo y encomendó a Tizol la búsqueda de otro. Víctor Escalona, jefe
de una de las células de La Habana Vieja, se encontraba allí y
sugirió la solución. Conocía en su zona un hombre que se dedicaba a
ese negocio. Tizol fue con él y llevó a Teodulio Mitchell.
Efectivamente, por 50 pesos lograron que les alquilara uno desde el
viernes hasta el domingo "para ir a Varadero". Era un Buick azul
1952. Regresaron con él a 25 y O. Allí recogieron los restantes
hombres de Escalona: Gilberto Barón Martínez, Eduardo Rodríguez
Alemán, y Orlando Cortés Gallardo, y partieron tarde en la noche
hacia la carretera.
Tizol conducía a baja velocidad, Fidel así se lo había orientado
con el fin de que pudiera detectar cualquier problema ocurrido
durante el trayecto a los demás carros. Entró en Catalina de Güines
en el momento del incidente de Pedro Marrero con dos de sus
pasajeros. Con Marrero fue hasta el ómnibus para disuadirlos a
bajar, pero uno de ellos se había sentado al lado de un militar y
tuvieron que desistir.
En el resto del trayecto la situación en el auto de Tizol también
se hacía cada vez más difícil. Era el propio jefe de la célula,
Escalona, quien minaba la moral de sus subalternos con reticencias y
constantes preguntas a Tizol. "Pero, ¿a dónde vamos?, ¿qué es lo que
vamos a hacer?, ¿cuándo vamos a llegar?" y otras interrogantes eran
frecuentemente repetidas con ansiedad.
Al mediodía del sábado almorzaron en Camagüey en una atmósfera
tensa, en que el temor apuntaba transformarse en pánico. Tizol debía
luchar solo, con explicaciones y órdenes, sin cometer indiscreciones
prohibidas, pero al rato se notaba otra vez la influencia de
Escalona sobre su grupo.
Unos 10 km antes de llegar a Holguín, en un lugar conocido como
Las Calabazas, Tizol divisó hacia delante, a lo lejos, un auto
detenido en la carretera, con el capó levantado. Según fue
acercándose adquirió la certeza de que era algún carro del
contingente. Aún antes de llegar, distinguió la inconfundible figura
de Gildo Fleitas. Sabía que en ese carro viajaba Gómez García.
Detuvo su Oldsmobile. Se bajó y fue a hablar con ellos. Le entregó
dinero a Gildo para que pudiera pagar al mecánico por el arreglo y
decidieron que Escalona pasara al auto de Gildo, y Raúl Gómez García
se cambiara para el de Tizol. Escalona, en medio del grupo
entusiasta encabezado por Gildo, quedó aislado y sin posibilidad de
expresar sus preocupaciones y temores. Sin la influencia de su jefe,
los miembros de su célula que continuaron la travesía con Tizol se
vieron liberados de aquella actitud depresiva. A esto se sumó el
fervor de Gómez García, quien desde que subió al carro comenzó a
levantar los ánimos con su vehemencia característica. Lo primero que
hizo fue sacar unas cuartillas y, con vibrante voz, recitar su poema
" Ya estamos en combate".
Tizol manejó a poca velocidad el tramo de Holguín hacia Bayamo.
Le preocupaba no haber visto a Fidel durante el trayecto hasta
Oriente. Casi al llegar a la ciudad monumento divisó por el espejo
retrovisor un Buick azul con el techo color crema que se acercaba en
la misma dirección. Aminoró más la marcha hasta ser alcanzado, Fidel
le hizo señas que lo siguiera y entraron uno detrás del otro en
Bayamo...
Los días anteriores al 26 de Julio Fidel durmió muy poco. Y desde
el miércoles día 22 que recogió con Montané a Raúl Gómez García para
la elaboración del manifiesto, prácticamente no durmió en absoluto.
Alternando carros, ayudantes e interlocutores fue febricitante,
centro de todos los ajustes y repasos de cada aspecto táctico y
estratégico de las acciones militares, dentro del plan de asalto
concebido para Bayamo y para Santiago; determinación final del plan
de movilización de las masas en el cual se hallaba el llamado al
pueblo mediante una programación especial de radio para la rápida
creación de milicias armadas populares; órdenes de movilización de
células, cálculos de hombres y armas, últimas compras de parque,
rentas de automóviles, determinación de sus conductores, de las vías
de transporte que utilizaría cada hombre, envalijamiento de armas y
uniformes, medios a usar para su despacho, instrucción personal a
todos los responsables de las medidas de seguridad que debían
adoptarse, búsqueda y distribución de dinero, expedición de cheques
para gastos finales y una multitud de detalles ninguno de los cuales
podía quedar desatendido.
El viernes 24 de julio transcurrió para Fidel con esa misma
tónica, moviéndose entre 25 y O y Jovellar 107, entre los
apartamentos de Abel y el de Melba, pero, además, hizo algunas
salidas especiales, siempre con Mitchell de chofer, primero en el
Dodge negro y después en el Buick azul. Con Alcalde va a Calabazar.
Recoge a Pedro Trigo y Ernesto González y se dirigen a Boyeros.
Filiberto Zamora, jefe de la célula local no está. Continúan a
Santiago de las Vegas y ocurre lo mismo con Celso Stakeman. Los
lugares y actividades se suceden con vertiginosidad de vorágine. En
25 y O, instrucciones, armas, parque, despacho de hombres. Despacho
de armas, parque, uniformes, hombres y órdenes en Jovellar 107. En
23 y 18, reunión con Pepe Suárez y los hombres de Artemisa y
Guanajay. Al anochecer pasa por la casa de Mario Dalmau, en el
Cerro; allí, un bocadito y un vaso de leche, quizás todo el alimento
de ese turbulento día. Llega la noche. Y de nuevo a la carretera de
Rancho Boyeros. "En la carretera tuvimos un incidente con una
perseguidora que nos puso una multa por un Pare que no obedecí"
—dice Teodulio Mitchell. "Fidel les dijo que íbamos rápido a esperar
una familia que llegaba al aeropuerto. Cuando nos fuimos de allí,
comentó: ‘Quién les habrá dicho a estos que a esta hora llegan
aviones’." Recogen a Manuel Lorenzo, telegrafista de la aeronáutica
civil, a quien Fidel habla de un trabajo que necesita hacer en
Oriente. De Boyeros a Marianao. En Marianao al café de Raúl, en la
calle 51, entrevista con Aguilerita. Escala en Nicanor del Campo 303
(hoy avenida 39 No. 4804 entre 48 y 50), apartamento de Fidel,
despedida de su familia. Equipaje: una guayabera y un libro de
Lenin. De Marianao al Vedado, calle 11 No. 910 entre 6 y 8, casa de
Naty Revuelta, donde recoge una copia mecanografiada y el manuscrito
del manifiesto que le había entregado dos días antes para su
reproducción mecanográfica, y le da nuevas instrucciones.
De ahí, a la Calzada de Güines, a la carretera central, a
Jamaica, de nuevo Aguilerita; Nito Ortega pasa al carro de Fidel. En
Matanzas coincide con Pedro Marrero. Se detienen ambos carros.
Marrero relata el incidente de Catalina. De Matanzas a Colón, casa
de Mario Muñoz, instrucción: esperar en el entronque hacia El Cobre;
desayuno. Carretera a Santa Clara. Óptica López, Cuba 18 esquina a
Máximo Gómez, nuevos espejuelos para reponer los olvidados en
Jovellar 107. Carretera a Placetas, Cabaiguán, Sancti Spíritus,
Ciego de Ávila, Florida. Camagüey, almuerzo. Carretera a Sibanicú,
Cascorro, Guáimaro, Tunas, Holguín, Cacocún, Cauto Cristo...
Cuando están próximos a Bayamo, Teodulio Mitchell va dando
alcance a un carro verde. Más cerca, ve que es un Oldsmobile. Reduce
la velocidad. Sí, se trata de Ernesto Tizol. Al pasarlo, Fidel hace
señas para que lo siga. Uno detrás del otro entran en Bayamo,
alrededor de las seis de la tarde del sábado. Ambos se detienen
frente a las oficinas de los ómnibus La Cubana y conversan durante
un rato en la acera. Fidel piensa dejar a Tizol en Bayamo, pero
después recuerda que, anteriormente, le ha fijado la misión de
partir de Santiago a Bayamo al frente de una columna para reforzar
esta avanzada frente al Cauto cuando tomen el Moncada, y decide que
continúe el viaje. Manda a decirle a Abel que ya él se encuentra en
Bayamo y que después seguirá para allá. Tizol parte en su auto a
cubrir el último tramo que le resta para llegar a Santiago de Cuba,
y Fidel va hacia el lugar de concentración de los hombres que
combatirán en Bayamo.
En Bayamo ya estaban los 25 hombres que habían viajado desde La
Habana para participar en la acción. Veintitrés llegaron repartidos
en cuatro automóviles que condujeron Aguilera, (2)
Raúl Martínez,(3) su hermano Mario (4)
y Gerardo Pérez Puelles. (5) Ramiro Sánchez
Domínguez y Rolando Rodríguez lo hicieron por tren y transportaron
las maletas con uniformes, parque y armas destinadas a Bayamo. Las
maletas les habían sido entregadas el día anterior por Fidel en la
casa de Orlando Castro, en La Habana Vieja. Raúl Martínez y Gerardo
Pérez Puelles los esperaron en un crucero ferrocarrilero y, en un
auto, los llevaron para el Gran Casino, con las maletas que fueron
dejadas bajo llave en una de las habitaciones.
Cuando Fidel llegó al hospedaje Gran Casino se reunió con Raúl
Martínez Araras, que sería el jefe de la operación, y con Ñico
López, Aguilera, Pérez Puelles y Orlando Castro, que funcionarían
como jefes de escuadras, y les detalló uno a uno los distintos pasos
para ejecutar el asalto al cuartel y las medidas posteriores a poner
en práctica. Se repasó una y otra vez el plan y orientó la forma y
el momento de comunicar la primera parte del plan y de distribuir
los uniformes y armas al resto de los hombres.
Alrededor de las 10:00 de la noche partió Fidel de Bayamo. "Pero
precisamente, antes de llegar a Palma Soriano —recuerda Teodulio
Mitchell—, tenemos que detenernos en una barrera de control del
ejército. Paran todos los automóviles y los registran. Detengo el
auto también. Un soldado se dirige hacia mí, pero lo reconozco. Era,
como yo, de Palma Soriano. ‘Salud, Mora’, le digo y lo saludo con la
mano. ‘¿Eres tú, Mitchell? Vamos, pasa’.Reanudo la marcha y Fidel me
dice entre dientes: ‘Les queda muy poco’".
Pasaba ya de las 12:00 de la noche cuando desde la carretera, que
serpenteaba en bajada las montañas, Fidel divisó hacia abajo el
parpadeo de las luces titilando en la oscuridad: ¡Santiago de Cuba!
Aún era de noche, pero ya era el domingo 26 de Julio. Dentro de
cinco horas, rompiendo por el oriente, se abriría, con el sol, una
nueva alborada.