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Relato de Melba Hernández

Setenta y dos horas

"Bajo las mesas de billar los muchachos, ya torturados, se quejaban sangrando sobre las baldosas. Se los llevaban de cuatro en cuatro, los arrastraban con ellos y un rato después los traían, desmadejados, para llevarse cuatro más. ¿Qué les hacían más allá de aquella puerta?..."

El 26 de julio. ¿Las 24 horas del 26 de julio de 1953? No puedo concentrarme a pensar en un espacio de tiempo tan cerrado. Para mí, el 26 de julio empezó el 25. Desde ese día supimos que estábamos en las últimas horas antes de una acción de importancia. No sabíamos exactamente lo que iba a ocurrir, y no lo preguntábamos. Nos limitamos a trabajar. Haydée Santamaría y yo sabíamos que vendrían muchos automóviles con otros compañeros, a reunirse en la casa de Siboney.

Melba Hernández.

Nos dedicamos a limpiar el patio, que había quedado lleno de clavos y pedazos de madera: eran restos de la cerca que se había levantado para que no se viera lo que ocurría dentro. Temíamos que los automóviles se poncharan con algún clavo olvidado: limpiamos el patio pulgada por pulgada.

Después, colocamos las colchonetas que nos habían mandado para que descansaran los muchachos. Y en esto estábamos cuando empezaron a llegar los primeros: Gómez García venía en un automóvil, agitando en la mano unos papeles donde había escrito un poema revolucionario.

Ernesto Tizol me puso riendo un paquetico en la mano, como si fuera un regalo: era una bandera del 4 de septiembre que habían traído como camuflaje.

En unos momentos la casa se llenó de esa actividad concentrada de muchas personas moviéndose en silencio.

Del fondo del pozo sacaron los uniformes que estaban allí guardados. Estaban húmedos y arrugados: Haydée y yo empezamos a plancharlos, mientras Guitart me suplicaba: "Oye, el primero que planchen es para mí". Lo complacimos, y desde las diez de la noche ya él paseaba por toda la casa, de completo uniforme, con gorra y todo. Comimos mangos, leche y galleticas.

Como a las once de la noche llegó Fidel, y se repartieron las armas: había una atmósfera de disciplina como nunca lo he visto antes ni después: un momento como ése no se puede ni describir... Mientras nosotras terminábamos de planchar uniformes, los muchachos empezaron a moverse con las armas.

Hubo un momento de terror: alguien vio a un hombre uniformado moviéndose en la sombra del patio. ¿Sería un oficial de la dictadura? ¿Estaríamos descubiertos? Alguien se asomó sigilosamente a mirar, mientras los demás esperábamos. El vigía se echó a reír: era Guitart, el primer uniformado, que tomaba el fresco de la noche.

Y ése no fue el único susto: Cuando Fidel terminó de repartir las armas, a uno de los muchachos se le escapó un tiro al aire. Después del disparo, cayó un gran silencio sobre todo el mundo; era posible que el tiro hubiera atraído la atención de alguien, pasamos minutos y minutos nada más que oyendo chillar a los grillos. Después volvimos a respirar: estábamos de suerte. Nadie había oído.

Haydée y yo nos acercamos a Fidel para pedirle órdenes; nos dijo que esperáramos por ellos en la casa de Siboney hasta que hubiera noticias del resultado de la acción. Nosotras nos miramos decepcionadas. Hasta entonces habíamos estado seguras de que iríamos con ellos, y ahora nos sentimos echadas a un lado. Yo le protesté a Fidel de que nosotras éramos tan revolucionarias como cualquiera de los de allí, y que era injusto que nos discriminaran por ser mujeres. Fidel titubeó: le habíamos tocado un punto sensible. Nos dijo que él dejaba la responsabilidad en manos de Abel: él decidiría si su hermana y yo debíamos ir con ellos. Esperamos a Abel con impaciencia. No podíamos creer que nos dejaran atrás, después de que nos habíamos considerado parte esencial del grupo. Cuando llegó Abel, lo flanqueamos enseguida para pedirle su opinión. Pero ya entonces tuvimos un buen defensor: el doctor Mario Muñoz dijo que podíamos ir en calidad de enfermeras. Nos reclamó como necesarias. Abel y Fidel nos dieron permiso, y empezamos a prepararnos.

Como a las cinco de la madrugada, Haydée y yo salimos en el último automóvil. El trayecto fue sin incidentes; excepto porque vimos algo que nos asustó de pronto: la máquina de Boris Luís abandonada, y con las puertas abiertas, en la cuneta. Comprendimos que había ocurrido lo que temíamos: se había ponchado. Fuimos en tensión el resto del camino y, casi como a propósito para calmarnos, fue a Boris Luís al primero que vimos disparando junto a un muro del Moncada. Entre ráfaga y ráfaga, extendió su mano para saludarnos.

Cuando nos bajamos en el hospital, ya tuvimos que atravesar el espacio hacia la puerta bajo fuego graneado. La batalla estaba andando. Casi enseguida que llegamos tuvimos que atender heridos; los dos primeros fueron soldados de la dictadura que levantamos del suelo inútilmente: estaban muertos. Más tarde llegó uno de los nuestros herido de bala a sedal en el vientre. Luego, llegaron más y más. Pero el ruido de los balazos disminuía, y eso era un signo malísimo.

Entró Abel, y nos hizo notar que los disparos venían de un solo frente de los que se habían señalado para el ataque al Moncada. Esto era señal de que habíamos fracasado: por momentos el fuego era menos y menos y menos... Eran como las ocho de la mañana. Abel nunca perdió la serenidad. Nos llamó a las dos aparte, y nos dijo: "Estamos perdidos. Ustedes saben, igual que yo, lo que me va a pasar a mí y, posiblemente, a todos. Pero lo que más me interesa es que ustedes, las mujeres, no se arriesguen. Escóndanse en el hospital. Ustedes son las que más oportunidades tienen de salvar la vida. Conserven la vida de cualquier manera. Tiene que quedar alguien para contar lo que aquí pasó". No supimos qué contestarle. Se nos fue entre las manos. Minutos después lo vimos en el patio, cuando lo detuvieron y se lo llevaron entre varios soldados, a golpes y culatazos. Corrimos por los pasillos del hospital, y nos refugiamos en la sala de niños, que era un infierno de chillidos y terror, los niños no habían tomado alimento y gritaban de hambre y miedo. Ayudamos a las enfermeras a preparar agua de cebada, y eso nos ayudó a no pensar en lo que podía estar ocurriendo afuera.

A las diez de la mañana nos encontraron en la sala de niños. Nos subieron a un automóvil, y nos llevaron al cuartel. Allí nos encerraron en una gran habitación que posiblemente pertenecía al club de oficiales, porque recuerdo que había mesas de billar. Y bajo las mesas de billar, los muchachos, ya torturados, se quejaban sangrando sobre las baldosas. Se los llevaban de cuatro en cuatro, los arrastraban con ellos, y un rato después los traían, desmadejados, para llevarse cuatro más. ¿Qué les hacían más allá de aquella puerta? Nunca lo supimos, porque a todos les habían arrancado los dientes a culatazos, y cuando querían hablarnos, sólo abrían la boca enseñando las encías ensangrentadas y murmurando cosas que no se entendían.

A mi lado dejaron caer al muchacho que habíamos atendido en el hospital. El de la bala a sedal en el vientre. No estoy segura, pero creo que ya estaba muerto. Había quedado a mitad del camino por donde pasaban los soldados y traté de levantarlo para que no le pasaran por encima. Con mucho trabajo lo senté y le apoyé la cabeza en mi hombro, pero pesaba mucho, y se volvió a resbalar una y otra vez. Por fin, no tuve más fuerza para alzarlo, y los soldados, sin preocuparse de apartarlo, le pasaron varias veces por encima. La herida del vientre se abrió completamente y por ella empezaron a salírsele los intestinos. Cuando nos sacaron de allí, seguía tirado en el suelo: nunca supe cómo se llamaba.

Varios soldados nos llevaron a la oficina de la comandancia. Por el camino, uno de ellos nos dijo: "¿Ustedes no querían sangre? Pues vengan, para que vean sangre".

Nos llevaron a la barbería del cuartel, donde, por lo visto, habían torturado a muchos. Estaba completamente cubierta de sangre: no sólo el piso, sino hasta las paredes y el techo. Nos arrastraron hasta un balconcito estrecho: allí parecía haber un tragante tupido y la sangre se había estancando en un charco de un centímetro de profundidad. De afuera soplaba una brisita de mañana, que hacía pequeñas olas en el laguito de sangre, como un mar muy tranquilo rompiendo en la arena.

Encerradas en la oficina de Sarría pasamos un espacio de tiempo que no sé cuánto duró. No sé, me acuerdo que un soldado iba y venía, horrorizado, hablando solo y bajito como un loco, con un sonsonete que no paraba: "Esto sí que a mí no me gusta. Esto no puede ser". Me acuerdo que Haydée y yo comenzamos a tener arqueadas secas, con dolorosas contracciones del estómago vacío. Pedí agua, y me dijeron que: "Íbamos en coche de que no nos hubieran matado y, de contra, hasta pedíamos agua".

Luego debe haber pasado un día, porque nos llamaron para que viéramos el entierro de los militares muertos. Nos asomaron por una ventana y vimos salir los carros fúnebres, con banda militar y banderas del cuatro de septiembre. Buscamos para ver si veíamos algún ataúd que pudiera ser de los nuestros. Pero de ellos sí que no volvimos a saber jamás. De afuera nos llegaban noticias que era mejor no oír. A través de la puerta oímos gritar a una mujer en el pasillo: "Me mataron a mi marido". Luego nos dijeron: "Al cabecilla de ustedes, a Fidel Castro, lo hicimos tiritas" y hasta nos ofrecieron enseñarnos el cadáver.

En la noche un soldado le dijo a otro: "¿Qué se habrá creído ése de los zapaticos a dos tonos?" Y comprendí que habían atrapado y torturado a Boris Luís: él llevaba los únicos zapatos de dos tonos. En el fondo creo que las dos estábamos seguras de que Abel había muerto, pero creíamos que si no lo decíamos lo mantendríamos vivo. Ni una sola vez habló Haydée de su hermano, como para no matarlo con el pensamiento. Sólo lo mencionó cuando nos trasladaron, una eternidad después, al Vivac de Santiago de Cuba.

Bajamos las dos desde la claridad de afuera hasta un sótano donde estaban hacinados los prisioneros. Y, por primera vez, Haydée dijo, en alta voz, lo que siempre había temido: "Mira bien. Si Abel no está aquí, es que lo mataron". Instintivamente nos apretamos las manos en la oscuridad mientras bajamos la escalera. Uno a uno, empezamos a mirar a los muchachos, buscando el rostro de Abel. Haydée llegó primero con sus ojos al último de la fila, porque sentí que la presión de su mano iba disminuyendo hasta cesar: Abel Santamaría estaba muerto. Después, no sé cómo, alguien me dijo que ya era el 28 de julio. Así, setenta y dos horas de mi vida desaparecieron. Era el 28 de julio: la larga noche sin día del 26 de julio había terminado.

(Publicado en Granma Internacional 26/7/98)

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