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Martí: sustitución y democracia

LUÍS TOLEDO SANDE

Las presentes líneas no alimentarán las conjeturas con que se ha intentado responder preguntas como esta: "¿Qué hubiera sido de Cuba si Martí, en lugar de morir cuando murió, hubiera tenido ocasión de impulsar por mayor tiempo su proyecto revolucionario, cuyo alcance se extendía a nuestra América toda y aun al conjunto humano?" La pregunta es en sí misma incitante, y las respuestas pudieran ser valiosas; pero en general no pasarían de especulaciones, más o menos lúcidas.

En este breve espacio el análisis se restringe a ciertos aspectos de la sustitución de Martí como dirigente del Partido Revolucionario Cubano, considerando el tema —hasta donde sea posible mantener semejante límite— desde el punto de vista "administrativo". Martí era sustituible en un cargo, pero no como el mentor de un proyecto político original, cuyo alcance pudiera medirse, en trágico contraste, por el insondable vacío que su muerte dejó.

Dejemos a un lado la afirmación, alguna vez hecha, de que Martí dejó como sustituto suyo en la delegación del Partido a su secretario en esa organización, Gonzalo de Quesada Aróstegui. Tal afirmación se ha basado en la presunta conciencia de Martí como representante de una generación y de las llamadas clases medias. Absolutizaciones tales he comentado recientemente en este periódico al tratar los discursos de Martí Con todos, y para el bien de todos y Los pinos nuevos. No es necesario volver sobre el asunto para reiterar que Martí fue, ante todo, el representante mayor de las urgencias de su Patria, no de un grupo determinado.

Con más insistencia que la del anterior aserto, pero con similar carencia de fundamento, se ha sostenido que confió la sustitución a Tomás Estrada Palma. Ello ha servido, de paso, para recordar —¡vaya descubrimiento!— que Martí podía equivocarse, y como prueba se aduce la posterior trayectoria de Estrada Palma. Pero de ser así, quien actuó errónea o dolosamente fue este último, que en la emigración ostentaba el prestigio de ex presidente de la República de Cuba en Armas. El asunto da para no pocas consideraciones, y algunas pudiera esbozar en un próximo artículo el autor del presente.

Igualmente, en el fondo como si se tratara de otro error de Martí —algunos hay que hallarle o inventarle, para poder vivir nosotros con la pesada carga de nuestra falibilidad—, se ha dicho que él no dejó sustituto suyo al frente del Partido. Con esta afirmación, aunque no por todas sus motivaciones probables, no queda sino estar de acuerdo, y es la única que obedece a la base documental conocida. Pero tampoco en este caso Martí actuó por olvido o despreocupación, sino por razones de esencia, incluido el carácter democrático y antipersonalista que él cuidadosamente procuró que tuviera el Partido y quería para la República en Armas, con vistas a la paz.

Al salir de Nueva York en enero de 1894, no emprendía una gira de placer, ajena a su misión política: emprendía el periplo que lo traería a Cuba insurrecta, adonde llegó precisamente como delegado del Partido, representación que había mantenido asimismo durante el viaje: con esa investidura firmó el Manifiesto de Montecristi y otros documentos de la contienda. No podía ceder por su cuenta a otro el cumplimiento de la alta responsabilidad para la cual había sido electo desde las votaciones iniciales de esa organización, en 1892, y reelecto cada año en las siguientes. Con ese carácter se dirigía en suelo cubano a la Asamblea en que los representantes del pueblo insurrecto debían constituir democráticamente el Gobierno de la República en Armas, y decidir el propio destino del Partido.

En Nueva York, por tanto, no podía dejar sino colaboradores, entre ellos el tesorero del Partido, Benjamín Guerra, electo para ese cargo. Quesada era un funcionario no elegible, sino nombrado secretario por Martí para esa tarea de auxilio. Y a sus colaboradores, sobre todo a Guerra y Quesada, les seguía dando minuciosas instrucciones, como dirigente del Partido y del periódico Patria, durante el periplo caribeño y ya desde Cuba.

Era demasiado honrado y coherente Martí para incumplir bajo cuerda —eso hubiera sido el acto de nombrar él un sustituto— principios y procedimientos democráticos que tanto esfuerzo tuvo que hacer para que triunfaran. Apremiaba eliminar la herencia de caudillismos cuya nocividad conocía no solo de otros países de América, sino de la misma Cuba. Martí no solo era antimonárquico, ni se limitó a impugnar el funcionamiento de los partidos de la vieja y de la nueva oligarquía que él conoció en su rica experiencia internacional, incluyendo en alto grado los Estados Unidos, sino que le antepuso el ejemplo de su práctica democrática.

Las Bases del Partido proclamaban la aspiración de fundar en Cuba "un pueblo nuevo y de sincera democracia", y los Estatutos —escritos asimismo por él— sustentaban los métodos afines a ese empeño. Un año antes, en "Nuestra América", Martí se había pronunciado por "afianzar el sistema opuesto" no solo "a los intereses", sino también "a los hábitos de mando de los opresores". En consecuencia con ese espíritu, el delegado debía rendir cuenta de su gestión a los cuerpos de consejo del Partido, a los cuales los citados Estatutos otorgaban la facultad de deponerlo con sus votos. Establecían, además, que en "caso de muerte o desaparición del delegado", el tesorero lo informaría inmediatamente a dichos cuerpos, "para proceder sin demora a nueva elección", desde los clubes de base.

Martí, quien no usurparía esas facultades, viajó a Cuba no para morir, sino para combatir en la guerra que él había contribuido a preparar, aunque sin desconocer ni evadir la probabilidad de la muerte. Tampoco hay que menospreciar los obstáculos que entorpecieron la Asamblea constituyente, celebrada cuando ya había caído en combate quien hubiera sido su principal orientador y era el llamado a dirigir la República insurgente. Si otros no cumplieron el papel que les correspondía en el esclarecido plan de Martí, no será a él a quien la historia deba pedirle cuentas, por muy costosa y aleccionadora que aquella tragedia haya sido.

Publicado: agosto del 2003

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