Andan disfrazados de experiencia; disfrazados porque para estar
vestidos con auténtica sabiduría tienen que aprender la principal
virtud de los años. Andan distraídos, olvidando el ayer. No miran
atrás, caminan sumergidos en la frivolidad de quien se siente
superior, por encima de cualquier hombro hermano. No tienen amigos,
no saben serlo.
Andan así los tacaños de espíritu por este mundo nuestro, sin
haber aprendido la lección de humildad que impone la vida. Tratan de
contaminar a otros con la bilis nauseabunda. No regalan ni la risa.
Pero lo que los enloquece, lo que no aceptan ni a palos, es
compartir lo vivido, el conocimiento acumulado. Se ca-muflan tras la
pose de sabio, de profesor respetado, de jefe om-nipotente y hasta
logran engañar con tanta parafernalia. Es-conden su mediocridad
entre las canas y unos cuantos diplomas.
El egoísmo los carcome, y el alma se les vacía en cada
pensamiento. Los he oído hablar de los jóvenes como si nunca ellos
lo hubiesen sido. Prefieren decir que "la juventud de hoy está
perdida", antes que contribuir a dar cauce al río de tanta energía.
Su lema: "los golpes enseñan". Esos mismos tropiezos que marcaron
sus inicios; venganza silenciosa de no querer mostrar el camino.
Anda presuroso un joven por la vida. La irreverencia le sobra en
cada paso. Su estilo es chocar con la piedra aunque sea la misma.
Ávido de saber, experimentar, pero receloso al compartir y al
escuchar. Todo consejo le parece gastado, obsoleto, fuera de moda,
viejo. Crece con el alma retorcida de envidia. Cree que lo merece
todo, desconoce el valor de sus mayores, no respeta, se arroga el
derecho de desplazarlos. Combus-tible de rivalidad y competencia
absurda, insensatez. ¿Cómo despreciar la experiencia desde la
ignorancia? Futura alma pobre de sentimiento.
Hay un viejo que desde sus años lo alerta como un padre, como
aquel que después de haber vivido tanto ya le sabe demasiado al
mundo. Trata de allanarle el camino de caídas innecesarias; para
nada volverle un inútil. Solo ofrecer el consejo oportuno que le
permita llegar más lejos de lo que un día él mismo llegó. No lo
siente como obligación, es instinto. Asume esta misión con la
paciencia de quien acepta la cotidiana presencia de los jóvenes a su
lado, convencido de que en esas nuevas manos late un futuro mejor.
Anda un joven juicioso y re-flexivo. Impulsivo pero pa-ciente a
la vez. Destella energía en sus ojos. Tropieza, cae, pero acepta la
mano amiga del abuelo, escucha la voz de los años, respeta tanta
cana peinada. Y desde temprano aprende la lección más importante que
impone la vida: ser humildes, ofrecer. Porque compartir lo que se
sabe enriquece.