De total importancia resulta en cada uno de nuestros actos la
adecuación al contexto, ese espacio vital del que no puede escapar
ninguna acción humana.
Desde el punto de vista lingüístico, el contexto es ese entorno
del cual depende el sentido y valor de una palabra, frase o
fragmento determinados. Así la expresión "tenemos química" no
significará lo mismo si la dice una persona refiriéndose a su
particular entendimiento con otra, que si esa misma frase es la
respuesta de un estudiante al que se le ha preguntado por la
asignatura que le corresponde recibir en ese instante.
Pero el contexto es también ese espacio físico o de situación, ya
sea político, histórico, cultural o de cualquier otra índole, en el
cual se considera un hecho. Todo, por tanto, ocurre dentro de esa
condición real que no siempre identificamos, aun cuando resulta
esencial precisar sus límites para bien o mal de nuestro desempeño
personal.
No pocas arbitrariedades resultan de una desubicación en el
contexto en que nos encontramos. Por ejemplo: Si bien es cierto que
las palabras obscenas no suenan igual en todas las circunstancias,
tampoco es justo que en plena instalación deportiva, donde convergen
hombres y mujeres de todas las edades, tengan que oírse, sin el
menor pudor, esas bárbaras y penetrantes interjecciones de la boca
de jóvenes y adultos que a veces ni la abstracción más recia alcanza
a esquivar.
Sin justificar a varones, la frase grosera resulta más dura aún
si sale de una mujer a la que por su naturaleza femenina debían
serle inherentes la elegancia y la delicadeza.
Falla la conciliación con el contexto cuando, olvidando
elementales normas de educación formal, tratamos de "tú" a alguien
que merece la distinción del "usted" por sus canas o por su
preminencia; o cuando al encontrarnos a un conocido en plena guagua,
sin preocuparnos por regular el volumen de nuestra voz, le contamos
de la Ceca a la Meca los últimos acontecimientos de nuestras vidas,
incluyendo asuntos muy personales.
En la propia guagua u otro espacio público es común ver a una
mujer dando el pecho a su bebé, y con ello ofreciendo uno de los más
hermosos panoramas de la naturaleza; sin embargo, no siempre el
gesto se hace acompañar del recato íntimo que debe resguardar la
escena.
Tampoco tendría, por obviedad, que ser necesaria en un hospital
la exhibición de un cartel que prohíbe la entrada a sus predios de
personas vestidas con short y chancletas. Teniendo en cuenta que la
apariencia personal es uno de los lenguajes extraverbales que
emiten, desde la imagen, información sobre el individuo, ¿qué podría
sugerir una muchacha que se dirige a una consulta médica —la cual
requiere muchas veces del despojo de la vestimenta— si se presenta
ante el especialista, sea este hombre o mujer, con uno de los
llamados "hilos dentales" o con un escote en extremo provocativo?
Cada espacio condiciona el modo de comportarnos, de hablar y de
desenvolvernos. Ni la más decente de las personas diría a su familia
que están fumigando en la cuadra para combatir el "insecto díptero",
transmisor del dengue, ni le pediría de favor a uno de sus hijos que
"extraiga" de la bodega todos los "productos normados" del mes,
cuando mosquito y mandados son las palabras que mejor dicen en esa
situación comunicativa.
Rotundamente descortés resulta el "tío" o "tía" con el que,
acompañado mu-chas veces de guasa, se sienten interpeladas personas
que han dejado atrás sus años mozos, pero que ni tienen parentesco
alguno con el interlocutor ni merecen la provocación que lleva
implícito el término.
No hablamos igual en nuestra casa, en el trabajo, en una reunión
laboral o en un congreso. Tampoco lo hacemos del mismo modo entre
amigos, con nuestra familia, con un desconocido, con un niño o con
un adulto. La lengua es una gran cantera para escoger de ella lo que
más necesitemos según la ocasión comunicativa. ¿Por qué entonces
tantos desencuentros entre los propósitos y los resultados? Con toda
seguridad, una buena parte de esas adversidades se deben a una
desestimación personal del terreno concreto en que están teniendo
lugar y de lo cual cada uno es absolutamente responsable.
Sucede que no existe una segunda oportunidad para lograr una
buena impresión y no pocas veces ese mágico impacto que esperamos
ofrecer o recibir se frustra por desestimar, tanto al hablar como al
desempeñarnos, los entornos que a fin de cuentas condicionan
nuestras conductas.
No puede sernos ajeno el valor del contexto, que salva o condena
en nuestro andar cotidiano. Este espacio donde esencialmente somos,
si bien nos exhorta a la constante cautela, también nos permite
optar por modos y estilos. De nuestra elección depende que la vida
nos sonría.