Decibeles de más, modales de menos

Yaima Puig Meneses

No imagino a mi Cuba atrapada en el silencio, privada de chiflidos en cualquier esquina de un barrio; sin reparadores de colchones o amoladores de tijeras pregonando a los cuatro vientos; sin el bullicio de los niños que se esmeran para convertir el más insospechado espacio en área de juego; sin el repicar de la ficha de dominó sobre una mesa. Pero esos, mientras no se vuelven escándalo insoportable o irrespeto a las más elementales normas de convivencia, poco a poco se convierten en parte del ajetreo cotidiano que distingue muchas jornadas en los barrios.

Permítanme referirme entonces a ruidos de otros decibeles, aquellos que con demasiada frecuencia violan privacidades, irrumpen en las viviendas y perturban la tranquilidad de las familias. Ruidos ensordecedores, incontenibles, que proliferan como mala hierba, sin encontrar obstáculo alguno capaz de contenerlos.

Los ejemplos, aunque reiterados y comunes, surgen una y otra vez, y ante ellos uno termina por sentirse, a veces, impotente. En cualquier esquina aparece un bafle con la más variada y estridente música; bocinas a todo reventar en guaguas, bicitaxis, automóviles y hasta teléfonos celulares, pueden ser capaces de transformar el más normal de los días en una increíble pesadilla; festejos escandalosos que obligan a ser "escuchados" por quienes no asisten a ellos; gritos desaforados en medio de la calle que muy poco dicen sobre la racionalidad del ser humano... grita el chofer del almendrón al motorista, el de la guagua al transeúnte que se atravesó adrede en su camino y así, la lista se me antoja interminable.

No describo nada nuevo, lo sé y aun así no puedo dejar de preguntarme ¿será que nos hemos ido acostumbrando a vivir entre gritos? ¿Y nuestros modales? ¿Y los modos de comportarnos en público? ¿Y el respeto a la privacidad ajena? ¿Y la decencia?

Pero el problema, lamentablemente, tampoco queda solo ahí: en las indisciplinas propias de la población, en normas de conducta enterradas, en chillidos inoportunos... La situación luce más fea cuando los propios establecimientos estatales se vuelven parte también de la contaminación sonora que invade nuestras jornadas.

Centros nocturnos con inadecuado aislamiento acústico; cafeterías u otro tipo de centro de recreación en los bajos de edificios multifamiliares, pared con pared a cualquier vivienda, que obligan a los vecinos a convivir las 24 horas con las ensordecedoras "melodías" —transformadas en castigo habitual para unos y en rutina insensible para otros— son algunos de los hechos más denunciados por nuestros medios de comunicación, pero muy bien sabemos que no los únicos.

Inmerso nuestro país en un amplio proceso de institucionalización a todos los niveles, también resulta vital emplear y actualizar con sistematicidad los instrumentos legales de que dispone para hacer frente a este tipo de indisciplinas. No obstante, inútiles serían todas las cuartillas de este mundo para escribir sobre el ruido y sus daños a la audición del ser humano, a las más elementales normas de conducta, si nos sigue dando igual que diariamente nos machaquen el oído porque sí, porque el vecino se compró unos bafles inmensos y quiere probarlos, o porque las autoridades encargadas de contenerlo andan ocupadas en tareas más "urgentes".

El ruido, y no solo el que proviene del pitazo desmedido de algún carro, también asfixia la educación formal, el respeto, la capacidad de escuchar —y de escucharnos—, todas cuestiones básicas para desterrar también la epidemia de vulgaridad que a ratos nos envuelve. Para luego se vuelve demasiado tarde si pretendemos que el resultado final de la ecuación se invierta y los modales sean cada vez más y los decibeles menos.

 

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