Merecidos tributos, dudas razonadas

PEDRO DE LA HOZ

Las jornadas iniciales del XXVI Festival de La Habana, de música contemporánea, de la UNEAC, en la Basílica y la sala Covarrubias, rindieron tributo a dos de nuestros más representativos compositores del siglo XX, Alfredo Diez Nieto y Harold Gramatges, y exaltaron momentos significativos del panorama sonoro latinoamericano, pero defraudaron al poner en contacto al público con novedades de autores europeos.

Foto: Yander Zamora
El cuarteto de cuerdas Pizzicato destacó al interpretar una partitura de Guido López Gavilán.

Escuchar a la pianista Rosario Franco en Consolación y Toque, y a las clarinetistas Maray Villeya y Aylet Roque y la fagotista Alina Blanco en el Trío no. 1, de Diez Nieto, confirmó la originalidad y la reciedumbre de un autor que a los 95 años se mantiene en ebullición creadora.

A Harold siempre se le tendrá presente en estos festivales, como el hombre de vanguardia que fue —ahí está su Móvil no.1, asumido por la puertorriqueña Marina de Lucas, portadora también de páginas imprescindibles de su compatriota Rafael Aponte y el argentino Alberto Ginastera— y fino traductor de esencias populares revelado en la versión para orquesta de cámara que mostró el Ensemble Alternativo, bajo la conducción de Greta Rodríguez.

En la Basílica hubo también espacio para que Alberto Rosas saliera adelante con la difícil e intensa Sonata para flauta, de Leo Brouwer; y el cuarteto de cuerdas Pizzicato hiciera una ejecución impecable de Quarlem, de Guido López Gavilán.

Luego en la Covarrubias celebramos el momento ascendente de la Orquesta Sinfónica de Matanzas, liderada por la joven maestra Ester González Tristá; la deliciosa y brillante Bartoqueada, de Jorge López Marín (por cierto, más que a Bartok nos recordó al mejor Bernstein); y la maestría de la flautista suiza Antipe da Stella y el cellista Maksim Fernández Samodaiev, de hermoso sonido.

Mas no dejó de ser una paradoja que las obras defendidas por estos últimos, por sí mismas, tuvieran poco que ofrecer más allá de las actuaciones solistas. El Concierto para flauta (2005), en un movimiento continuo, del suizo Martin Wettstein, no acaba de cuajar en su intención de tender puentes entre lo convencional y lo innovativo, quizás porque perdió la brújula del sentido paródico que ha explotado con acierto en otras obras suyas.

En cuanto al Concierto para violonchelo y orquesta de cuerdas, del hebreo Nimrod Borestein, le hizo un flaco favor a la difusión entre nosotros de la obra de un compositor muy publicitado en Gran Bretaña, donde reside, Japón y Estados Unidos y que goza del padrinazgo del célebre pianista Vladimir Ashkenazy. Porque si el botón de muestra es una partitura como esta, formalmente envejecida y de tan escaso vuelo orquestal —todo se reserva para el lucimiento del cellista—, nada del otro mundo debemos esperar de su fama.

 

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