Hacía mucho tiempo que la imagen de varios muchachos corriendo
detrás de un camello —ahora llamados P— o montados en bielas,
sacándole fuego a los pedales de las bicicletas no formaba parte de
mi panorama cotidiano. A veces sí veía dos o tres jóvenes "enrufados"
en las guaguas, sobre todo cuando llovía, pero eran casos
esporádicos.
Creo que en algún punto fue una indisciplina resuelta a nivel
macrosocial. Recuerdo un mensaje de bien público de televisión en
aquellos famosos Para la vida que llamaba la atención sobre
el tema. Me vienen a la memoria, además, cuatro o cinco casos de
desgraciados accidentes que —un poco tarde— sirvieron para
aleccionar a los intrépidos adolescentes.
En aquel entonces, mientras intentaba entender qué "gracia" tenía
cazar los camellos para adelantar un par de cuadras, le pregunté a
uno de los muchachos y la respuesta fue tan simple como
inexplicable: "Para divertirme, me gusta la velocidad y la
adrenalina".
Lo de diversión me pareció demasiado cuestionable ¿puede alguien
divertirse a sabiendas de que cualquier tropiezo o bache (que en las
calles son muchos) puede costarle la vida? ¿Piensan acaso en las
consecuencias, en la suerte del chofer y en el dolor de la familia?
Sabemos que a esa edad cualquier situación límite resulta
atractiva y que muchas veces no se tiene conciencia del peligro.
Pero el desconocimiento y la sinrazón no pueden ser tales que
conlleven a una fatalidad por unos momentos de furia interna.
Siguiendo con la cuestión, confieso que desde hace varias semanas
estoy teniendo lo que se llama un déjà vu o paramnesia. Una
sensación, que nos viene ocasionalmente, de que lo que estamos
viendo o diciendo ya lo habíamos sentido antes.
De acuerdo con las estadísticas, el 80 % de las personas
experimenta el déjà vu y —la mayoría de las veces— dura tan
solo unos segundos, aunque el individuo que lo vive puede sentirlo
más largo debido a la sensación de intranquilidad que le invade.
Sin embargo, mis déjà vu no duran segundos. Están
comenzando a durar minutos y se repiten cada vez que veo enganchados
en cualquier P a una banda de chicos, ahora con la fiebre de los
motorcitos adaptados y, por supuesto, bicicletas.
Inquietante, eso sí, me resulta presenciar la imprudencia y la
indisciplina, montada o no en la guagua. Los regaños de las personas
—las que se atreven a vociferarles llamándoles la atención— parecen
encontrar oídos sordos. Pasa lo mismo cuando el chofer frena o
disminuye la marcha, acción que solo logra que el grupito finja
disgregarse.
Al respecto, un amigo me advertía sobre la necesidad de que las
autoridades apliquen o activen medidas que terminen con la impunidad
ante tan peligrosos juegos en la vía.
Por lo pronto, las mismas páginas de este diario exhortaban, hace
algunos meses, a colocar (a quien deseara) en los parabrisas o
chasis de los vehículos "mensajes de bien público, de formación de
valores sociales, de exaltación de lo bello, de contenido ecológico
y de invitación a buenos modales".
Si como bien decía en su comentario el periodista Félix López,
autor de la propuesta, "ponemos a rodar más de 40 mil mensajes
responsables, que eduquen, que siembren ideas, conciencia y también
belleza", quizás logremos que con la repetición y la lectura de los
consejos se active la conciencia de preservación y disciplina en los
irresponsables muchachos.