Incumplimientos de planes productivos, indisciplinas, errores
recurrentes, problemas en las cuentas por cobrar o por pagar
vencidas, incluso delitos —robo entre ellos—, o violaciones como las
desviaciones de recursos, son muchas veces objeto de análisis cuando
el mal ya está hecho, convirtiendo no pocas reuniones en verdaderas
autopsias.
Aunque esas pesquisas post consecuencias descubren las causas,
los hechos tienden a repetirse. ¿Qué hacer? La respuesta la
conocemos todos: mayor control de los recursos asignados. Pero no es
a fuerza de repetir esa frase que encontraremos la solución, porque
justamente no hay asamblea, plenaria o auditorio, en que no la
escuchemos y aun así seguimos vulnerables. Y lo peor, flagelándose
los valores éticos de todos los que intervienen en la creación de
bienes y servicios.
Para ser efectivos hay que interpretar la respuesta a la pregunta
con un enfoque que nos permita ver al control interno como al médico
de la familia, previniendo la enfermedad. Sin embargo, lograrlo
necesita de una mirada imprescindible, la sistémica.
Por ejemplo, un director de empresa o de unidad presupuestada
pudiera contar con una completa guía de autocontrol, pero si no la
reconoce como un instrumento de trabajo, no solo saldría deficiente
en la auditoría externa, sino que además su entidad viviría en un
estado permanente de descontrol y simulación, siendo presa de la
corrupción y la mentira. Porque una cosa es prepararse para el
control, y otra vivir en él.
Si el directivo, mediante un diagnóstico integral de cada
actividad que se desarrolla en su colectivo, tiene identificados los
riesgos, tendría garantizado un buen plan de prevención. Si el
directivo rinde cuenta de su gestión frente a los trabajadores, que
es una manera de informarlos, tanto del estado de cuentas de la
entidad, como del alcance de sus producciones, estaría haciendo de
esa información estadística y económica, una herramienta de trabajo.
Si el directivo dispone que las acciones de control son para
todas las actividades y estructuras de su centro de trabajo, y no
las encorseta en el Departamento Económico, no tendría que
lamentarse de un deficiente plan de mantenimiento, base para
optimizar recursos y de una certera política de ahorro.
¿Cuántas veces no hemos visto terminar un discurso o leído en un
salón de reuniones la frase del General de Ejército Raúl Castro Ruz,
Orden, Disciplina y Exigencia, dejándola en consigna porque no la
aplicamos?
Su verdadera dimensión aparece cuando al desglosarla vemos en el
Orden: gestión y prevención de riesgos; en Disciplina: información y
comunicación, y en Exigencia: supervisión y monitoreo. Todas son
expresiones de ambiente de control, justamente por lo que él mismo
afirmara: "exigir conlleva controlar, educar, orientar, prevenir y
hacer cumplir lo dispuesto".
Por supuesto que el control no llega solo, demanda de que quienes
dirigen vean a sus unidades como un todo, un sistema al cual hay que
pasarle la mano diariamente, chequearlo, evaluarlo. Esa es la mejor
y más efectiva manera de controlar, sin que nadie venga de afuera a
decirle qué tiene por hacer o a descubrirle un faltante.
El control es asunto del Jefe, no es delegable ni a un
subordinado ni a otra estructura, de lo contrario se pasaría todo el
tiempo enterándose de los problemas, en vez de conducir los procesos
de su entidad. Y ojo, el descontrol, con toda su carga letal para la
economía, la sociedad y el deterioro de los valores, es su
responsabilidad, y mientras mayor sea esta, con más rigor tendrá que
responder y más severo se debe ser. Sin un buen Jefe, no hay
control.
En otras palabras, el control más allá de una comprobación
económica, se convierte en patrón o modelo de gestión en cualquier
proceso de dirección. Es el que evita los análisis post mórtem,
pues con una empresa o unidad presupuestada vista como un sistema y
al control como guía para dirigir, donde se cae el mulo ahí mismo le
dan los tres palos.