La humildad es una virtud invaluable. Si trabas amistad con una
persona de sencillos modales, incapaz de apabullar exagerando sus
cualidades, sentirás cómo de inmediato aflora ese hálito que induce
a tomarle afecto.
Una abuela de mi barrio, siempre me decía —cuando yo estudiaba en
la Universidad— que no había atributo sensible para el cuerpo humano
comparable con la modestia.
En una ocasión, tras varias semanas de saludos cruzados con la
urgencia de quien corretea cada mañana contrarreloj empeñado en
llegar a tiempo a las clases, ella me invitó a su casa para
mostrarme varios recortes de periódicos y revistas amarillentos,
donde aparecía retratada junto a algunas figuras cubanas reconocidas
en la música.
Le pregunté por qué había tardado en develarme parte de su breve
andar profesional y, escondiendo el rostro entre sus manos, afirmó:
¡Sentía pena de hacerlo, tal vez pensarías que me estaba dando "balijú"!
Al palpar la humildad de aquella mujer, que asaltaba feliz su octava
década de vida, yo no hallé cómo expresarle la admiración despertada
en mí al conocer una fase de su quehacer.
Y así, desprovista de ambiciones, un día se despidió de nuestro
mundo, sin que tan siquiera sus vecinos conocieran a ciencia cierta
cuál género musical había interpretado, o por qué abandonó ese
promisorio camino de luces y lentejuelas para dedicarse por entero a
su familia, de la cual conozco a algunos integrantes, hombres y
mujeres modestos, estudiosos, afables, amantes padres.
Si nos adentráramos en los detalles de cualquier otra anécdota
similar a la relatada, entre las muchas existentes en Cuba, entonces
hallaríamos trigo para meditar de qué sirve tener mucha gangarria
colgada al cuerpo, si este actúa dominado por la presuntuosidad.
¿Será alguien superior a otro por ostentar a partir de una cómoda
situación económica o porque sus habilidades (sin descartar a
quienes las emplean en trampas o fraudes) le han proporcionado un
desmesurado nivel de vida?
El mundo cambia y lo seguirá haciendo. Hoy, en medio de nuestra
realidad también cambiante, sería un error pretender imponerles a
nuestros hijos maneras de actuar tal y como lo hicimos nosotros. Sin
embargo, la decencia, el decoro, la honradez, el compañerismo,
siguen siendo virtudes que hemos de inculcarles a los niños y
jóvenes, porque el modelo de un hombre o mujer educado y cabal es la
base para la preservación del género humano.
Permítanme una última anécdota. En las madrugadas de nuestro
periódico, años atrás, la improvisada conversación cobraba adeptos
en una de las oficinas del segundo piso, mientras se esperaba porque
montaran las tejas de plomo a la vetusta máquina rotativa para
imprimir la prueba de tirada.
Por aquel entonces, el ya fallecido director Jorge Enrique
Mendoza, combatiente de la Sierra Maestra y uno de los locutores de
la emisora Radio Rebelde en las montañas, nos relató a varios
periodistas jóvenes recién llegados a las redacciones que, un día,
en medio de la situación apretada de suministros durante la lucha,
repartieron varias latas de leche condensada para consumir cada una
entre tres hombres.
Él tomó un sorbo y la pasó al siguiente compañero, quien se la
empinó hasta el final, dejando fuera del convite al tercero. El
transgresor, tras disculparse de cara a sus hermanos de armas, se
presentó ante el mando de la tropa y, él mismo propuso quedar fuera
de la próxima ración de alimento que se repartiera entre los
combatientes.
Mendoza no aclaró si la supuesta sanción fue cumplida, pero sí
afirmó que en lo adelante aquel combatiente rebelde se distinguió
por su entrega, honestidad y camaradería.
Han pasado varias décadas desde la citada madrugada del relato, y
el mundo ha seguido cambiando. Sin embargo, los rasgos distintivos
del buen comportamiento persisten cual llamado imperecedero a la
conciencia, para fomentar valores humanos.