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El dilema imposible de la socialdemocracia europea
Lo único que puede volver (¡y con qué fuerza!) es
el capitalismo salvaje. O su freno racional, el socialismo
Alberto Garzón
La
tradición socialdemócrata suele defender, una vez abandonado el
objetivo del socialismo, que es posible vivir bajo un capitalismo de
rostro humano. Se acepta que el sistema económico capitalista tiene
una lógica interna que provoca que cada cierto tiempo se sucedan las
crisis económicas, pero a la vez se asegura que es posible evitar
muchas de ellas y desde luego responder ante todas salvaguardando
los pilares básicos de la economía y, sobre todo, los derechos
conquistados por la lucha obrera.
En términos políticos eso significa apoyar la intervención del
Estado, regulando la economía a priori o con grandes desembolsos de
dinero a posteriori. Desde J. M. Keynes hasta H. Minsky, la
tradición teórica de la economía socialdemócrata ha tenido claro que
era posible alcanzar un equilibrio entre la lógica del capitalismo y
la satisfacción de las necesidades básicas de los seres humanos. En
definitiva, la tesis es que es posible domesticar al capitalismo
salvaje.
Sin embargo, los partidos socialdemócratas actuales llevan años
en una deriva confusa. Convertidos a una suerte de socioliberalismo,
no hay partido político socialdemócrata que se atreva hoy a hacer
suyos programas políticos como los de la socialdemocracia clásica de
Olof Palme o François Mitterrand de los años ochenta. La crisis del
llamado capitalismo dorado, o época dorada del capitalismo, se llevó
por delante el peso práctico con el que había contado la tradición
socialdemócrata.
Lo que algunos sostenemos es que la socialdemocracia no puede
sobrevivir en un contexto socioeconómico donde se dan alguna de
estas dos condiciones: a) una arquitectura institucional que
consolida un Estado de economía financiarizada, y b) un modelo de
crecimiento económico dirigido por las exportaciones.
LA TENDENCIA HACIA LA DESIGUALDAD
Desde la década de los ochenta, y debido al contexto de
aplicación de las políticas neoliberales, uno de los efectos más
llamativos en todas las economías ha sido el incremento de la
desigualdad medido a partir de la distribución funcional. En
concreto, la participación salarial en la renta ha decrecido
sistemáticamente en todas partes del mundo, con su inverso en el
crecimiento de la participación de los beneficios en la renta. Este
fenómeno no es de ninguna forma anecdótico, ya que tiene severas
implicaciones en la forma en la que operan las economías
capitalistas. De hecho, la economía política siempre se ha
preocupado de las cuestiones distributivas no por ánimo moralista,
sino porque afectan la dinámica de crecimiento económico y de crisis
capitalista.
La razón fundamental está en que las rentas salariales no son
solo un coste para las empresas, sino también la principal fuente de
demanda. Sin suficiente demanda, los empresarios no pueden vender su
producción y el sistema colapsa. Algo que el empresario
estadounidense Henry Ford supo ver cuando en 1914 decidió
incrementar los salarios a sus trabajadores para facilitar que
comprasen los propios productos que la empresa fabricaba.
El llamado capitalismo dorado o de posguerra parte de esa
premisa: un pacto capital-trabajo en el que ambas partes colaboran
cooperativamente bajo un sistema win-win (donde todos ganan). Tal
sistema solo puede funcionar en la medida en que se produce un
continuado incremento de la productividad, lo que permite a su vez
que crezcan tanto los beneficios como los salarios. Sea por el
potencial de crecimiento (debido a la necesidad de reconstruir un
mundo destruido por la guerra) o sea por las nuevas capacidades
tecnológicas (estrechamente vinculadas a la industria militar), el
capitalismo de posguerra permitió un pacto capital-trabajo en las
sociedades capitalistas
Este sistema, con todos sus rasgos internacionales (desde los
financieros hasta los geopolíticos), se vino abajo en torno a la
década de los ochenta. Algunas corrientes teóricas lo interpretan
como resultado del excesivo poder de los salarios, cuyo crecimiento
provocó el estrangulamiento de los beneficios y en consecuencia
acabó con la inversión y la creación de empleo. Otras corrientes lo
achacan a problemas derivados del agotamiento de las expectativas de
inversión por razones inherentes a la dinámica capitalista. Se
acepte una versión u otra, lo cierto es que el nuevo contexto
institucional —las nuevas reglas de juego— quedaron marcadas por una
interpretación neoliberal de la crisis. A saber, el problema residía
presuntamente en el excesivo intervencionismo del Estado en los
mercados y en la fortaleza negociadora de los sindicatos, razón por
la cual la solución radicaba en la reducción de ambos aspectos.
LA " FINANCIARIZACIÓN" Y LAS NUEVAS REGLAS DE JUEGO
Una reducción de las rentas salariales en todas partes del mundo
provoca un efecto contradictorio. En primera instancia las empresas
ven aumentado su margen de beneficio, ya que sus costes laborales se
reducen. Eso podría estimular la inversión, y es lo que predice la
teoría neoclásica dominante. Pero en segunda instancia, y al ser la
reducción de costes laborales un fenómeno generalizado, también se
reduce la demanda total y en consecuencia la rentabilidad de la
inversión. A una empresa puede convenirle que sus propios
trabajadores cobren menos (y así la empresa gana más), pero es
imposible que le convenga que los trabajadores del resto de las
empresas vean igualmente mermados sus salarios (dado que son su
fuente de mercado). La contradicción central del capitalismo, la
relación capital-trabajo.
El problema que emerge es que faltan fuentes de demanda, y que
donde antes había salarios que creaban mercado ahora no hay nada.
Las teorías económicas marxistas han situado al gasto militar y a
los mercados externos como posibles fuentes sustitutorias y
complementarias para este problema. La idea es que si no hay
suficientes fuentes, hay que crearlas. Una guerra, un plan de
estímulo económico o una colonización permiten ampliar los mercados.
También las privatizaciones son una forma de ampliar mercados para
la esfera privada (ya que desplazan a los ciudadanos desde lo
público hacia lo privado).
Ahora bien, en el contexto de la globalización neoliberal, donde
se han multiplicado los sujetos económicos que compiten al máximo
nivel en el mercado mundial (a diferencia de la época de posguerra),
otra fuente de de-manda puede emerger también en las finanzas.
Efectivamente, la poca demanda existente en la economía real puede
ser compensada con las burbujas financieras. Gracias a unas nuevas
reglas de juego, resulta mucho más rentable invertir en los mercados
financieros (deuda pública, deuda privada, acciones, futuros... )
que en la economía real (industria, turismo...
), todo lo cual estimula igualmente el
crecimiento económico. Con el riesgo, comprobado está, de la
inestabilidad financiera asociada y de la emergencia sistemática de
crisis financieras derivadas de los estallidos de las burbujas. La
crisis de las puntocom, a principios del siglo XXI, o la reciente de
las hipotecas subprime, son buenos ejemplos de ello.
EL MODELO DE CRECIMIENTO ECONÓMICO DIRIGIDO POR LAS
EXPORTACIONES
Además, la financiarización de la economía mundial ha permitido a
muchas economías capitalistas esquivar la crisis que hubiera
provocado, en distinto contexto, la desigualdad creciente. Así,
economías como España, Grecia o Portugal han podido crecer
económicamente a ritmos elevados a pesar de mostrar cada vez mayores
desigualdades en la distribución funcional de la renta. La razón
está en que sus fuentes de demanda efectiva han sido virtuales, como
demuestra el creciente endeudamiento privado que ha permitido a la
burbuja inmobiliaria seguir manteniéndose hasta su pinchazo (y que
ha dejado tras este un enorme reguero de deudas, en gran parte
asumidas por el Estado).
Así, el crédito ocultaba una realidad subyacente mucho más
dramática a la vez que permitía a la economía crecer a tasas
suficientemente altas como para crear un empleo (vinculado, en todo
caso, a la propia burbuja inmobiliaria y su dinámica). Surgida la
crisis, el modelo estalla y el proceso de crecimiento económico
dirigido por el crédito se agota.
Desde entonces, la Troika y los gobiernos europeos están tratando
de recomponer al capitalismo a partir de otros fundamentos
distintos, con otro modelo de crecimiento económico. Estamos ante
otro cambio histórico similar al de los años ochenta, y basado en la
agudización de lo que entonces ocurrió. Otra vuelta de tuerca
neoliberal.
Alemania comenzó desde inicios de siglo, y precisamente bajo
gobierno socialdemócrata, una política de corte neoliberal que logró
modificar el modelo de crecimiento económico hacia un modelo
dirigido por las exportaciones, a la par que agudizó la desigualdad
interna (todo lo cual ahogó la demanda interna).
En la medida en que no todos los países pueden ser exportadores
netos, esto es, exportar más de lo que se importa, este modelo no
puede ser generalizable. Solo algunos países, los que más ventaja
llevan en el desarrollo capitalista, pueden vencer. Se da lo que
llamamos falacia de la composición.
Pero en lo que a este artículo respecta hay una implicación
política mayor. En la medida en que este modelo implica la búsqueda
de fuentes de demandas externas, entonces no es necesario reponer un
pacto capital-trabajo para mantener el crecimiento económico. Es
más, de hecho, cualquier tipo de colaboración entre capital y
trabajo es un obstáculo para la consecución y mantenimiento de un
modelo que requiere una lucha competitiva en el límite, y
fundamentalmente a partir de un incremento constante en la
explotación laboral —traducida en incrementos de la jornada laboral,
reducciones salariales y otros aspectos propios del
neoliberalismo... y del siglo XIX.
El modelo que se busca, que a veces se etiqueta de
neomercantilismo, tiene sustraída la posibilidad de generalizarse y,
en consecuencia, aboca a muchas economías a la crisis permanente.
Por estas razones, en este marco y en esta época histórica la
socialdemocracia no puede ser socialdemocracia sino, a lo sumo,
socioliberalismo. Esto es, una versión difuminada y orientada
fuertemente a la derecha de lo que fue el espejismo socialdemócrata
de los años de posguerra. La socialdemocracia, sencillamente, no
puede volver. Está condenada a un ejercicio de pragmatismo, al haber
asumido las reglas impuestas que la llevará de facto hacia el
neoliberalismo. Un frasco de izquierda para contener el virus
neoliberal. Lo único que puede volver (¡y con qué fuerza!) es el
capitalismo salvaje. O su freno racional, el socialismo.
(Fragmentos tomados de Público.es) |