Tiene que ver con ello la experiencia audiovisual. Dos de las
entregas fílmicas de Piratas del Caribe presentan como
antagonista del antihéroe Jack Sparrow, encarnado por Johnny Depp,
al sórdido capitán Davey Jones, interpretado por un irreconocible
Geofrey Rush, cuyo rostro de pulpo trasluce la maldad de un hombre
despiadado que vaga por los mares y esclaviza a marineros moribundos
y los obliga a sumarse a la tripulación de su navío.
En otro filme de moda y jugosa taquilla hace pocos años,
Master and Commander, la invocación del holandés errante crea
inquietud entre los aventureros. Para los cinéfilos nostálgicos, el
personaje se les presenta todavía como el avatar melodramático de
Pandora y el holandés volador, de la película rodada en 1951 por
James Mason y Ava Gardner.
Todo proviene de un mito cuyo origen, al parecer, se remonta al
siglo XVII, cuando las potencias europeas, en pleno auge de la fase
capitalista mercantil y de acumulación de riquezas, se disputaban el
predominio de los mares.
Unos hablan de Willem van der Decken, quien hacia la medianía de
aquella centuria descendió por el océano Atlántico a lo largo de la
costa africana a fin de encontrar el Índico, y ante la bravura del
paso por el Cabo de Buena Esperanza y el peligro de un inminente
naufragio, invocó al demonio. Algunos recuerdan la leyenda de otro
navegante de Amsterdam, Bernard Fokke, célebre por hacer la travesía
entre ese puerto y los de Java en plazos cada vez más breves, por lo
que la marinería le atribuyó un pacto secreto con el maligno. Del
nombre de su barco, El holandés volador, tomaron el apodo.
Hay estudios, sin embargo, de las tradiciones vikingas, que
recogen historias de navegantes que desafiaron a los dioses en la
búsqueda de caminos hacia tierra firme al oeste de Europa a fines
del primer milenio, mientras no faltan en la tradición oral de las
comunidades portuarias de Francia, Portugal, Flandes y Escocia
relatos de embarcaciones fantasmales que navegan sin rumbo cierto en
días de tormenta, con velas de rojo sangre henchidas por vientos
huracanados acompañadas por tañidos de difuntos.
Otra es la historia de la ópera de Wagner. Nada de avistamientos
fantasmales ni místicas revelaciones en el tránsito del compositor,
muy joven aún, por el Mar Báltico desde Riga hasta Londres en 1839,
con destino final en París, aunque la embarcación, para sortear una
tormenta, recaló unos días en un punto del litoral noruego. El
propio Wagner confesó cómo se apropió de la idea luego de la lectura
del relato satírico de su compatriota Heinrich Heine, Las
memorias del señor de Schnabelewopski y ante la urgencia de
buscar sustento en la capital francesa. En la primavera de 1840
escribió el guion inicial y de un tirón la música de una obra en un
acto bajo el título El buque fantasma, pero los directivos de
la Ópera de París, demasiado apegados a la rutina, le pagaron 500
francos por la idea y encargaron la obra a un libretista y un
compositor de moda que terminaron por banalizarla. Wagner no se dio
por vencido y en 1843, al frente del teatro Semper, en Dresde, la
estrenó en su versión definitiva, aunque sin el éxito esperado.
Sin embargo, el tiempo ha puesto en su lugar a El holandés
errante, gracias al genio de Wagner, de quien conmemoramos en
este 2013 el bicentenario de su nacimiento, y a su extraordinaria
partitura. Clasifica como la ópera wagneriana más representada en el
mundo a lo largo de la primera década de este siglo, la segunda en
lengua alemana y la número 25 entre las producciones a escala
universal.
Y entre los coleccionistas son altamente cotizadas las versiones
discográficas del barítono Dietrich Fischer Dieskau de 1960 en la
Berliner Staatskapelle y la que dirigió Herbert von Karajan con la
Filarmónica de Berlín y José van Dam en 1983.