A veces tengo la sensación de que se nos ha olvidado. De tanto
que las decimos, de tanto que las escuchamos, probablemente ya no
recordemos por qué las llamamos "malas palabras" ni por qué son
consideradas como vocablos chocantes, crudos, denigrantes y hasta
indecentes.
Lo primero a tener en cuenta es que existen tres grandes
registros idiomáticos en el lenguaje: el culto, el coloquial y el
vulgar. Las "malas palabras" pertenecen a este último, el cual se
asocia a individuos de escasa o ninguna cultura, faltos de educación
y contacto con su lengua materna, y pobre vocabulario que reemplazan
con gestos y palabras groseras.
Lamentablemente, su extendido uso se ha vuelto parte de nuestra
cotidianidad. Como bien expresara el presidente de los Consejos de
Estado y de Ministros, General de Ejército Raúl Castro Ruz, durante
la primera sesión ordinaria de la VIII Legislatura de la Asamblea
Nacional del Poder Popular a finales de julio de este año:
"conductas, antes propias de la marginalidad, como gritar a viva voz
en plena calle, el uso indiscriminado de palabras obscenas y la
chabacanería al hablar, han venido incorporándose al actuar de no
pocos ciudadanos, con independencia de su nivel educacional o edad."
Se trata de un fenómeno que si bien no es privativo de nuestro
país e idioma, duele cuando el español ofrece tantas posibilidades
para expresar lo que pensamos o sentimos.
La Doctora en Lingüística de la Facultad de Filosofía y Letras de
la Universidad Nacional Autónoma de México, Margarita Espinosa
Meneses, apunta que en nuestra lengua, las groserías poseen una
carga semántica única, que no se lograría si se reemplazan con otra
frase. Por ejemplo, si en determinado momento nos molesta el
comportamiento de cierta persona, y nos sentimos con toda la
libertad de insultarla, o bien le decimos "eres una persona que
posee poca inteligencia" o bien se recurre a la grosería: "idiota".
Desde este punto de vista, entonces, parecen ser demasiados los
cubanos que nos sentimos con "total libertad" de ofender a otros.
Sabemos que no es así. Acá, en el terruño insular, las malas
palabras ya no se utilizan solo para agraviar a alguien, se dicen
además por gusto, por costumbre, por incomodidad no con alguien,
sino con algo (dígase, transporte), por escucharlo decir a tu mamá,
a tu mejor amigo, a tu compañero de trabajo.
La pregunta es, si tenemos conciencia de lo que estamos diciendo,
si sabemos las consecuencias de nuestras palabras, si entendemos que
al utilizarlas sin tener en cuenta el lugar, las circunstancias...,
podemos poner en entredicho, incluso, nuestra inteligencia.
La historia demuestra que ni siquiera la injuria requiere de
vocablos obscenos, pueden emplearse tan "elegantes palabras" que ni
el propio agraviado se dé cuenta, quizás, del insulto. Sin embargo,
ya no perdemos nuestro tiempo en disimular un sentimiento de
inconformidad o de disgusto, presurosas corren las malas palabras a
nuestros labios, aun antes de pensar siquiera en decirlas.
No importa cuánta importancia intentemos restarle al asunto.
Debemos ser conscientes de que estamos formando a las nuevas
generaciones en un ambiente de grosería y vulgaridad. ¿Cuántos no
nos hemos reído cuando un niño de poco más de un año, suelta
palabras obscenas, como si fuera un juego? El bebé las aprende casi
tan pronto como "mamá... , agua". El espectador que contempla la
escena, no puede si no sonreír. ¿Qué vas a hacer? El pequeño
definitivamente no tiene la culpa, y la apenada madre con una
sonrisa en los labios te dice: —¿A quién se lo habrá oído decir?—
¡¡¿A quién?!! Por qué no mejor decir: ¿a quién no?