La flauta mágica

Pedro de la Hoz

¿Fantasía exótica o comedia moralizante? Ambos estadíos a la vez y mucho más: ingenio, divertimiento, optimismo irrefrenable. Todo eso es, y debe ser, La flauta mágica (1791), de Wolfgang Amadeus Mozart, la última ópera del compositor salzburgués dada a conocer poco antes de su muerte en Viena, que ahora enriquece el repertorio del Teatro Lírico Nacional.

foto: Yander zamora
El Teatro Lírico Nacional estrenó La flauta mágica, la última ópera de Mozart.

El estreno de la compañía tuvo lugar en la sala Covarrubias en la recta final del XV Festival de Teatro de La Habana, y tuvo como novedades el llamado a la reconocida actriz y directora, Antonia Fernández, para que se encargase de la puesta en escena y la coproducción con la Fundación Rosemberg, de El Salvador.

Un Mozart atribulado por la enfermedad que pondría fin a su existencia aceptó el encargo de escribir la ópera para un pequeño teatro frecuentado por burgueses, pequeños comerciantes y gente sencilla, regenteado por el empresario judío, Inmanuel Schikander, quien propuso adaptar una historia supuestamente ambientada en el antiguo Egipto, extraída de una compilación de cuentos de Wieland.

Puede hacerse una lectura lineal de la obra —puro desarrollo anecdótico, vertiente escogida por Fernández, con el escenario desnudo y énfasis en el desarrollo de una trama donde el amor triunfa—, pero también otra mucho más compleja, de connotaciones alegóricas, que en su tiempo aludía a la ramificación de las fraternidades masónicas y al ascenso del racionalismo cartesiano, claves disimuladas en la tónica fabulosa del libreto.

Por demás, Mozart puso sus mayores empeños en la brillantez jubilosa de la música, quizás porque creyó que así ahuyentaba los presagios de su irremediable final.

Al traer la obra a La Habana de nuestros días, Antonia Fernández se impuso la misión de que lo que sucediera en escena se pareciera lo más posible a los códigos de la comedia ligera, que los personajes fueran creíbles, simpáticos y desenfadados y que los cantantes y los coros se integraran orgánicamente a ciertas exigencias dramatúrgicas, tarea harto difícil cuando se sabe que uno de los déficits de nuestras representaciones líricas radica en el divorcio entre canto y actuación. En sentido general el elenco asumió favorablemente el reto, y mantuvo el espíritu de una obra que, en su momento, era más cercana al singspiel de los teatros populares vieneses que a la ópera, aunque en el afán de actualización aparecieran de vez en cuando bocadillos y movimientos escénicos ajenos y extemporáneos, innecesarias concesiones.

Los diseños del artista salvadoreño Rosemberg Rivas y las máscaras de Tanja Hoffman colorearon la escena y dieron un agradecido toque de animación a la caracterización de personajes y situaciones en una puesta de recursos mínimos —hay que ver las dimensiones espectaculares y el despliegue tecnológico de algunas producciones de este título en instituciones de Estados Unidos, Europa y Australia— que se resintió, sin embargo, por el manejo intrascendente de las luces.

Lo más estresante para el público fue seguir la trama en las partes cantadas, por cierto en español. La sala Covarrubias presenta el inconveniente de no poseer foso, de manera que el sonido de la orquesta ocupa un primer plano. De la mitad del escenario hacia el fondo apenas se proyectan las voces. No obstante hubo intérpretes que se sobrepusieron a ese obstáculo y consiguieron una fluida comunicación con el auditorio, sobre todo las sopranos Laura D’Mare (Reina de la Noche) en las dos arias correspondientes, y Olivia Méndez (Pamina) cuando se acercaba al proscenio; y el bajo Marcos Lima en el difícil En este recinto sagrado. Bryan López (Tamino) y Eleomar Cuello (Papageno) tuvieron sus momentos más afortunados en las arias Este retrato es en-cantador y Yo soy el cazador de pájaros, respectivamente.

Por encima de ello, el mérito mayor de la puesta provino de la dirección musical del maestro Eduardo Díaz. Involucró, felizmente, a los estudiantes de la Sinfónica del Conservatorio Amadeo Roldán para que se hicieran cargo del acompañamiento y definió con clase el estilo mozartiano de solistas y coro.

 

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