El estreno de la compañía tuvo lugar en la sala Covarrubias en la
recta final del XV Festival de Teatro de La Habana, y tuvo como
novedades el llamado a la reconocida actriz y directora, Antonia
Fernández, para que se encargase de la puesta en escena y la
coproducción con la Fundación Rosemberg, de El Salvador.
Un Mozart atribulado por la enfermedad que pondría fin a su
existencia aceptó el encargo de escribir la ópera para un pequeño
teatro frecuentado por burgueses, pequeños comerciantes y gente
sencilla, regenteado por el empresario judío, Inmanuel Schikander,
quien propuso adaptar una historia supuestamente ambientada en el
antiguo Egipto, extraída de una compilación de cuentos de Wieland.
Puede hacerse una lectura lineal de la obra —puro desarrollo
anecdótico, vertiente escogida por Fernández, con el escenario
desnudo y énfasis en el desarrollo de una trama donde el amor
triunfa—, pero también otra mucho más compleja, de connotaciones
alegóricas, que en su tiempo aludía a la ramificación de las
fraternidades masónicas y al ascenso del racionalismo cartesiano,
claves disimuladas en la tónica fabulosa del libreto.
Por demás, Mozart puso sus mayores empeños en la brillantez
jubilosa de la música, quizás porque creyó que así ahuyentaba los
presagios de su irremediable final.
Al traer la obra a La Habana de nuestros días, Antonia Fernández
se impuso la misión de que lo que sucediera en escena se pareciera
lo más posible a los códigos de la comedia ligera, que los
personajes fueran creíbles, simpáticos y desenfadados y que los
cantantes y los coros se integraran orgánicamente a ciertas
exigencias dramatúrgicas, tarea harto difícil cuando se sabe que uno
de los déficits de nuestras representaciones líricas radica en el
divorcio entre canto y actuación. En sentido general el elenco
asumió favorablemente el reto, y mantuvo el espíritu de una obra
que, en su momento, era más cercana al singspiel de los
teatros populares vieneses que a la ópera, aunque en el afán de
actualización aparecieran de vez en cuando bocadillos y movimientos
escénicos ajenos y extemporáneos, innecesarias concesiones.
Los diseños del artista salvadoreño Rosemberg Rivas y las
máscaras de Tanja Hoffman colorearon la escena y dieron un
agradecido toque de animación a la caracterización de personajes y
situaciones en una puesta de recursos mínimos —hay que ver las
dimensiones espectaculares y el despliegue tecnológico de algunas
producciones de este título en instituciones de Estados Unidos,
Europa y Australia— que se resintió, sin embargo, por el manejo
intrascendente de las luces.
Lo más estresante para el público fue seguir la trama en las
partes cantadas, por cierto en español. La sala Covarrubias presenta
el inconveniente de no poseer foso, de manera que el sonido de la
orquesta ocupa un primer plano. De la mitad del escenario hacia el
fondo apenas se proyectan las voces. No obstante hubo intérpretes
que se sobrepusieron a ese obstáculo y consiguieron una fluida
comunicación con el auditorio, sobre todo las sopranos Laura D’Mare
(Reina de la Noche) en las dos arias correspondientes, y Olivia
Méndez (Pamina) cuando se acercaba al proscenio; y el bajo Marcos
Lima en el difícil En este recinto sagrado. Bryan López (Tamino)
y Eleomar Cuello (Papageno) tuvieron sus momentos más afortunados en
las arias Este retrato es en-cantador y Yo soy el cazador
de pájaros, respectivamente.
Por encima de ello, el mérito mayor de la puesta provino de la
dirección musical del maestro Eduardo Díaz. Involucró, felizmente, a
los estudiantes de la Sinfónica del Conservatorio Amadeo Roldán para
que se hicieran cargo del acompañamiento y definió con clase el
estilo mozartiano de solistas y coro.