El desastre de Fukushima recorre el arte

PEDRO DE LA HOZ, enviado especial

NAGOYA, Japón.— Este país es otro después de Fukushima. La ocurrencia de averías y fugas en los sistemas del complejo nuclear de esa zona japonesa a partir del terremoto y el tsunami acaecidos el 11 de marzo de 2011, puso en peligro la vida humana y cuestionó la irresponsabilidad en el uso de la opción atómica para la generación eléctrica. Pero sobre todo, abrió un debate mucho más amplio acerca de la relación del hombre con el entorno.

Y es ahí donde el arte toma partido, como sucede ahora con la Segunda Trienal de Aichi, desplegada desde el pasado agosto hasta los últimos días de octubre en la ciudad de Nagoya (centro de la prefectura de Aichi), y Okazaki, localidad vecina históricamente célebre por haber sido el emplazamiento del shogún Tokugawa y su casta de samuráis en los albores del siglo XVII.

Si la primera Trienal en el 2010, según confesó a Granma su director, Taro Igarashi, sirvió para actualizar los caminos en la búsqueda de nuevos lenguajes y disputar para Aichi el blasón de plaza más avanzada en la experimentación artística en la región, en competencia con Shangai (China), Yokohama (Japón), Singapur y Busan (Corea del Sur); esta segunda, desde sus propios planteamientos iniciales, hizo explícito su compromiso con la preservación de la especie humana.

Kenji Yanobe creó El niño sol como una alegoría crítica al culto de la mitología tecnológica.

"Lo que sucedió en Fukushima alertó a la sociedad, y dentro de esta a los artistas japoneses, a los que se han sumado creadores de otros muchos países sensibilizados con un problema que alcanza proporciones globales y demanda, por tanto, soluciones globales que no acaban de concretarse —aseguró Igarashi—. Nadie puede saber cuándo temblará la tierra ni se producirá un tsunami, pero los errores de Fukushima eran prevenibles. No puede haber desarrollo tecnológico sin ética y en esa toma de conciencia el arte puede ayudar".

El suizo Thomas Hirschhorn trabajó una instalación alusiva a la precariedad de la vida humana.

De ahí que la Trienal fuera convocada bajo el lema Despertar, ¿Dónde nos encontramos? Tierra, Memoria y Resurrección, abordado de una manera u otra por los 76 artistas y grupos creativos seleccionados por el equipo curatorial, que para estar a tono con una tendencia de los últimos tiempos, invitó al británico Lewis Biggs, fundador de la Bienal de Liverpool, a compartir el comisariado.

Las alegorías a Fukushima pueden ser directas, lo cual no significa concesiones en la plasmación de códigos artísticos. El chileno Alfredo Jaar, en el Museo de Arte de la Ciudad de Nagoya, una de las locaciones de la Trienal, expone la instalación Proyecto pizarras, que evoca de manera sobrecogedora el impacto de la fuga radiactiva en los escolares evacuados.

Dos cineastas alemanas, Nina Fisher y Maroan El Sani, contrastan los testimonios de las víctimas del tsunami, y de manera particular, de personas cercanas a la central nuclear, con las imágenes de uno de los filmes del maestro Akira Kurosawa, Crónica de un ser vivo (1955), en la que un padre de familia traumatizado por el efecto devastador de las bombas lanzadas por Estados Unidos sobre Hiroshima y Nagasaki se enfrenta a presiones sociales.

Considerándose él mismo "un artista, obrero, soldado, para nada ajeno a lo que pasa en el mundo", el suizo Thomas Hirschhorn trabajó con escombros una instalación que revela la vulnerabilidad de la mayoría de los seres humanos ante la insensibilidad de otros pocos.

La holandesa Mik Aernout replicó a escala reducida en cajas de cartón, la atmósfera de un centro de evacuados; mientras que en el fondo proyecta imágenes de los primeros días de la reconstrucción.

Pero lo más llamativo en el abordaje del tema pasa por las obras del afamado arquitecto japonés Katsuhiro Miyamoto, ganador del León de Oro en la Bienal de Arquitectura de Venecia, y sus compatriotas Shinjiro Okamoto y Kenji Yanobe, quien aportó el símbolo de la Trienal.

Miyamoto ha convertido la imagen de uno de los reactores de la planta de Fukushima en un santuario dentro de la tradición japonesa, como para que la actual generación no olvide la enormidad de la crisis nuclear.

En una atrevida y compleja instalación mural, que le debe mucho a la gráfica y a la estética pop, Okamoto diseña una línea del tiempo que recorre la Segunda Guerra Mundial, los campos de exterminio alemanes, las víctimas de Hiroshima y Nagasaki, el bombardeo norteamericano contra Tokio cuando ya el militarismo nipón estaba derrotado, hasta las intervenciones de Washington en Irak y Afganistán, y la interrogante que se abre ante el uso de la fuerza para resolver conflictos y la existencia de un arsenal nuclear que puede hacer que la humanidad desaparezca.

El niño sol es un personaje creado por Yanobe. Simpático en su inocente apariencia —semejante a cualquiera de las criaturas que pueblan los animados japoneses—, resulta tremendamente perturbadora su esencia robótica, el vendaje en una de sus mejillas, y sus genitales cibernéticos. Luego se transforma en ícono de un altar postapocalíptico cercano a una ca-pilla en la que Yanobe incluyó dibujos de Henri Matisse.

Uno de las jornadas más concurridas de la Trienal reunió en las afueras del Centro de Arte de la Prefectura de Aichi, a miles de personas en torno al Proyecto Fukushima, espacio itinerante de intercambio creativo liderado por el poeta Ryochi Wago y los músicos Michiro Endo y Otomu Wago.

"Las sociedades del siglo XXI no pueden vivir siempre en presente. Y abocadas a un consumo desenfrenado. La memoria no puede ser frágil. Los artistas que estuvieron de acuerdo con nosotros, aquí están con sus poéticas alentadoras", observó el director de la Trienal, Taro Igarashi, al despedirse de este cronista.

 

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