NAGOYA,
Japón.— Este país es otro después de Fukushima. La ocurrencia de
averías y fugas en los sistemas del complejo nuclear de esa zona
japonesa a partir del terremoto y el tsunami acaecidos el 11 de
marzo de 2011, puso en peligro la vida humana y cuestionó la
irresponsabilidad en el uso de la opción atómica para la generación
eléctrica. Pero sobre todo, abrió un debate mucho más amplio acerca
de la relación del hombre con el entorno.
Y es ahí donde el arte toma partido, como sucede ahora con la
Segunda Trienal de Aichi, desplegada desde el pasado agosto hasta
los últimos días de octubre en la ciudad de Nagoya (centro de la
prefectura de Aichi), y Okazaki, localidad vecina históricamente
célebre por haber sido el emplazamiento del shogún Tokugawa y su
casta de samuráis en los albores del siglo XVII.
Si la primera Trienal en el 2010, según confesó a Granma
su director, Taro Igarashi, sirvió para actualizar los caminos en la
búsqueda de nuevos lenguajes y disputar para Aichi el blasón de
plaza más avanzada en la experimentación artística en la región, en
competencia con Shangai (China), Yokohama (Japón), Singapur y Busan
(Corea del Sur); esta segunda, desde sus propios planteamientos
iniciales, hizo explícito su compromiso con la preservación de la
especie humana.
De ahí que la Trienal fuera convocada bajo el lema Despertar,
¿Dónde nos encontramos? Tierra, Memoria y Resurrección, abordado
de una manera u otra por los 76 artistas y grupos creativos
seleccionados por el equipo curatorial, que para estar a tono con
una tendencia de los últimos tiempos, invitó al británico Lewis
Biggs, fundador de la Bienal de Liverpool, a compartir el
comisariado.
Las alegorías a Fukushima pueden ser directas, lo cual no
significa concesiones en la plasmación de códigos artísticos. El
chileno Alfredo Jaar, en el Museo de Arte de la Ciudad de Nagoya,
una de las locaciones de la Trienal, expone la instalación
Proyecto pizarras, que evoca de manera sobrecogedora el impacto
de la fuga radiactiva en los escolares evacuados.
Dos cineastas alemanas, Nina Fisher y Maroan El Sani, contrastan
los testimonios de las víctimas del tsunami, y de manera particular,
de personas cercanas a la central nuclear, con las imágenes de uno
de los filmes del maestro Akira Kurosawa, Crónica de un ser vivo
(1955), en la que un padre de familia traumatizado por el efecto
devastador de las bombas lanzadas por Estados Unidos sobre Hiroshima
y Nagasaki se enfrenta a presiones sociales.
Considerándose él mismo "un artista, obrero, soldado, para nada
ajeno a lo que pasa en el mundo", el suizo Thomas Hirschhorn trabajó
con escombros una instalación que revela la vulnerabilidad de la
mayoría de los seres humanos ante la insensibilidad de otros pocos.
La holandesa Mik Aernout replicó a escala reducida en cajas de
cartón, la atmósfera de un centro de evacuados; mientras que en el
fondo proyecta imágenes de los primeros días de la reconstrucción.
Pero lo más llamativo en el abordaje del tema pasa por las obras
del afamado arquitecto japonés Katsuhiro Miyamoto, ganador del León
de Oro en la Bienal de Arquitectura de Venecia, y sus compatriotas
Shinjiro Okamoto y Kenji Yanobe, quien aportó el símbolo de la
Trienal.
Miyamoto ha convertido la imagen de uno de los reactores de la
planta de Fukushima en un santuario dentro de la tradición japonesa,
como para que la actual generación no olvide la enormidad de la
crisis nuclear.
En una atrevida y compleja instalación mural, que le debe mucho a
la gráfica y a la estética pop, Okamoto diseña una línea del tiempo
que recorre la Segunda Guerra Mundial, los campos de exterminio
alemanes, las víctimas de Hiroshima y Nagasaki, el bombardeo
norteamericano contra Tokio cuando ya el militarismo nipón estaba
derrotado, hasta las intervenciones de Washington en Irak y
Afganistán, y la interrogante que se abre ante el uso de la fuerza
para resolver conflictos y la existencia de un arsenal nuclear que
puede hacer que la humanidad desaparezca.
El niño sol es un personaje creado por Yanobe. Simpático en
su inocente apariencia —semejante a cualquiera de las criaturas que
pueblan los animados japoneses—, resulta tremendamente perturbadora
su esencia robótica, el vendaje en una de sus mejillas, y sus
genitales cibernéticos. Luego se transforma en ícono de un altar
postapocalíptico cercano a una ca-pilla en la que Yanobe incluyó
dibujos de Henri Matisse.
Uno de las jornadas más concurridas de la Trienal reunió en las
afueras del Centro de Arte de la Prefectura de Aichi, a miles de
personas en torno al Proyecto Fukushima, espacio itinerante de
intercambio creativo liderado por el poeta Ryochi Wago y los músicos
Michiro Endo y Otomu Wago.
"Las sociedades del siglo XXI no pueden vivir siempre en
presente. Y abocadas a un consumo desenfrenado. La memoria no puede
ser frágil. Los artistas que estuvieron de acuerdo con nosotros,
aquí están con sus poéticas alentadoras", observó el director de la
Trienal, Taro Igarashi, al despedirse de este cronista.