Las historias de esas películas se parecían bastante: precarias
condiciones de vida familiar, hijos enfermos, techos apuntalados,
padres sin trabajo que se convertían primero en ladrones y luego en
presidiarios, y amantísimas madres que para llevar un bocado a la
boca de sus pequeños (casi siempre volados ellos en fiebre)
terminaban por prostituirse.
Es raro encontrarse una cinematografía que haya escapado de las
tentaciones creativas que en su amplio espectro aporta la estética
de la miseria: la italiana, la rusa, la norteamericana... y la
cubana, por supuesto, casi todas ligadas a difíciles periodos
económico-sociales.
Conocido es el documento redactado por el cineasta brasileño
Glauber Rocha en torno a una "estética del hambre" en el cine de
América Latina de los sesenta y setenta; y hasta Hemingway, en
París era una fiesta, con un capítulo completo dedicado a las
penurias que pa-só en sus días de soñador parisino, se refugió en
una estética de la miseria (no importa que haya podido ser una
estrategia del autor en aras de construirse una leyenda).
Como elemento dramático llamado a sacudir conciencias, la
estética de la miseria ha seducido a no pocos, y aunque peligrosa
por el agobio que pudiera reportar, bien trabajada resulta valedera.
De entre los largometrajes cubanos que en los últimos tiempos han
recurrido, mediante diferentes ópticas, a esa estética para tratar
historias acontecidas en los días del Periodo Especialecial,
Melaza, del debutante Carlos Lechuga, resalta por sus virtudes
formales y las intenciones de problematizar el entorno social a
partir de la multiplicidad de lecturas que propone.
Cierto es que desde sus tópicos reiterativos, la película se hace
algo adivinable: clima de asfixiante convivencia, hogar en crisis
financiera, madre inválida, acoso policiaco, pareja obligada a
"inventar" para subsistir (con el joven finalmente delinquiendo y la
muchacha yendo a parar a los brazos de un villano-maceta que la
prostituye por dinero). Ello, en medio de la monotonía del día a día
conformando un cuadro sin aparentes esperanzas, tanto para los
personajes como para las ruedas dentadas del central, detenidas en
espera de mejores tiempos.
Dicho en blanco y negro, hasta pareciera la trama de una de las
películas mexicanas de los cincuenta que de niño terminaron por
espantarme. Pero nada más lejos. En Melaza el melodrama
desbordante y lloroso en aquellas, el cliché, es asfixiado por una
poética que evita tanto los gritos como las risas, o cualquier otra
estridencia que enturbie el trazo sereno de un pincel interesado en
hacernos saber que lo que acontece, no obstante las
transfiguraciones lógicas de la ficción, es un pedazo de pura vida,
casi como si de un documental se tratara.
El director se sirve de un ingenio azucarero en paro para
desarrollar una linda historia de amor, y al mismo tiempo describir
las causas que conspiran contra la felicidad de la pareja: Aldo
(Armando Miguel Gómez), un maestro del batey que se debate entre la
rectitud de un educador y la necesidad de sobrevivir, y Mónica (Yuliet
Cruz), que amándolo, sucumbe también porque los tiempos son duros.
Carlos Lechuga maneja el oficio de contar desde una elegancia
minimalista que se caracteriza por sus recurrencias imaginativas y
nada verbosas, sus certeros cortes y una constante simbología
interesada en mover la reflexión del espectador, pero una simbología
que se torna reiterativa en su función de discurso paralelo y
contrastante.
Entonces lo que antes fue sugerencia finamente tejida y
cuestionadora (los hechos ha-blando por sí solos), roza el siempre
peligroso subrayado discursivo con esas constantes referencias a las
marchas combativas que se hacen desde las bocinas de un camión
"propagandístico", las tongas de periódicos que nadie reparte en el
apartado batey y por lo tanto nadie lee, y las cifras de
cumplimientos y más cumplimientos que en un acto "de masas" hace un
locutor.
Una ironía innecesaria, otro discurso en medio del discurso
predominante, que sin llegar a ser el clásico pistoletazo en medio
del concierto, se percibe como recargamiento dentro de una hermosa
trama que, amparada en la estética de la miseria, venía sirviéndose
del arte para decir lo necesario.