De tal modo, conjugada en presente de eternidad, los escritores y
artistas cubanos evocaron a Merceditas Valdés el último jueves en la
sede de la UNEAC; el aniversario de su nacimiento —para nada redondo
en la cifra de 91— como mero pretexto, porque a fin de cuentas se
trató de un acto por la memoria de alguien a quien no podemos perder
en la ruta de la afirmación y desarrollo de una identidad.
Merceditas fue no solo una voz potente y singular, sino también
una artista carismática y visceral. Aprendió y difundió el tesoro de
los cantos congos y lucumíes aprendidos en el barrio —ella nació en
Cayo Hueso— y pulidos bajo la guía de los maestros Jesús Pérez y
Trinidad Torregrosa, pero también hizo de sones, pregones, guarachas
y boleros creaciones irrepetibles, para nuestra suerte preservados
en grabaciones que deberían promoverse mucho más.
Ortiz la llevó en 1954 al Aula Magna de la Universidad de La
Habana junto a los sagrados tambores batá donde protagonizó una
velada de resonancias inaugurales que luego, treinta años después,
Barnet rememoró en el mismo lugar.
A la vera del recuerdo de Merceditas afloró el de su compañero de
toda una vida, Guillermo Barreto, uno de los más cultos y completos
bateristas en la historia de nuestra música.
Los cantos y tambores de Yoruba Andabo, agrupación que marcó
parte de la última etapa de su existencia, sellaron el homenaje,
convocado por la Comisión Aponte de la UNEAC y organizado por Nisia
Agüero y Ulises Mora, y en el que se escucharon, además, testimonios
de la cantante y bailarina folclórica Zenaida Armenteros y de la
decana de la narración oral en cuba, Haydée Arteaga.