
Las Leandras del Teatro Lírico Nacional, en su temporada
de verano en la sala Avellaneda, está más cerca del sainete criollo
que de la revista musical que refrescó las noches madrileñas de
1931, cuando a la factura del género chico, de hondo linaje
peninsular y presente en la partitura de Francisco Alonso, le llegó
el relente de una picaresca cultivada en el vecino París.
Los antiguos humores de las compañías postalhambrescas que
recorrieron la Isla hacia la medianía del siglo pasado permean esta
puesta en escena. Su director artístico, Eduardo Eimil, se desmarcó
tanto del inevitable referente de la película filmada en 1969
—-protagonizada por Rocío Durcal, que fue un éxito de taquilla en la
Isla—-, como de la memorable versión de la maestra Berta Martínez.
Eimil puso los ojos en una de las tantas Habanas de nuestros días
—la del rebusque y la obsesión por el fasten— con la memoria
de lo que le contaron de las tropas de Arredondo y Carlitos Pous
queriendo mantener a flote un teatro de corte popular, cuya misión,
como la de ahora mismo, es lograr que el público pase un buen rato.
Más que en el texto, la actualización pasa por el contexto
—venderle al tío rico canario una supuesta academia habanera para la
promoción de las artes y las costumbres españolas— y la ingeniosa
idea de Eimil de presuponer un futuro montaje de Las Leandras
a partir de que se despejan los equívocos de la trama. La
representación incluye, además, otros momentos de sabor hispano, que
en el caso de las coplas no acaban de integrarse al desarrollo
argumental ni hallan correspondencia con el magnífico trabajo de la
orquesta, que bajo la batuta del maestro Eduardo Díaz, cumplió con
las exigencias de la partitura.
Los asomos a la bufa criolla clasifican como lo mejor del
espectáculo, porque hacen al público cómplice de los enredos sobre
la base de un entendimiento referencial. El guajiro de Iván
Balmaseda es una creación auténtica que refresca uno de los
personajes tipos de nuestra escena vernácula. Eimil aprovechó las
dotes histriónicas de Lourdes Seguí y Zoila Jiménez para tipificar a
esa campesina avispada que sacó los papeles en el Consulado español,
historia del día. El Porras alternado por Jorge Félix y Evaristo
Valenti se mueve en la cuerda del gay agencioso de la telenovela
brasileña de turno, recurso alhambresco que apelaba a la
caricaturización de personajes de moda.
Estas Leandras, sin embargo, se nos muestran
inconsistentes por una contradicción no resuelta: la de su propia
dimensión espectacular. El desplazamiento escénico y el diseño
escenográfico mínimo y funcional en una escala menor se pierden en
la vastedad de la sala Avellaneda; lo mismo sucede con las partes
habladas de los cantantes protagonistas, que resuelven su proyección
a grito pelado, gesto ampuloso y una cubanía tópica.
La visualidad se resiente también por la pobreza del vestir del
coro, que da la sensación de precariedad en la producción, y hasta
en el propio empaque (desigual condición física) de este, muy
distante de los códigos habituales de las coristas de las revistas
musicales. Conos de sombra y solistas en penumbra acentuaron estas
carencias.
No hubo modo de llenar tales vacíos, pese a las plausibles
intenciones de una producción que pretende insuflar aire fresco a la
escena lírica musical.