Hoy, 24 de julio, cuando se conmemora el aniversario 230 del
natalicio en Caracas de El Libertador, es un deber latinoamericano
rendir tributo a quien Martí se refirió como "aquel hombre solar, a
quien no concibe la imaginación sino cabalgando en carrera
frenética, con la cabeza rayana en las nubes, sobre caballo de
fuego, asido al rayo, sembrando naciones".
Simón Bolívar fue el gran protagonista de un momento en que el
hombre latinoamericano, "el hombre vivo y real, el que todo lo hace,
el que posee y lucha", dividió la historia del continente en la
etapa multisecular de la servidumbre y la sumisión a la monarquía
española, y el periodo de la libertad republicana.
La obra humana no es exclusiva de una época, ni de un solo
individuo, sino del eslabonamiento dialéctico de acontecimientos, el
pensamiento y la acción de los hombres que los provocaron y se
adelantaron al desarrollo social y político del tiempo que les tocó
vivir.
Así, por ejemplo, la identificación entre el pensamiento de
Bolívar y de Martí acerca de los destinos de nuestra América no es
una coincidencia, sino una continuidad. No es una coincidencia que
Bolívar afirmara que "en el Norte están todos los peligros", que
Martí denunciara en forma concreta las ambiciones del imperialismo
norteamericano, y que la Revolución Cubana, primero, y después la
Revolución Bolivariana, se enfrentaran a los peligros y ambiciones
de ese imperialismo.
A Bolívar le fue imposible resolver todos los problemas a la vez,
o sea, destruir un orden establecido, echar los cimientos de uno
nuevo y realizar "el pacto americano que, formando de todas nuestras
repúblicas un cuerpo político, presente la América al mundo con un
aspecto de majestad y grandeza sin ejemplo en las naciones
antiguas".
Su mensaje de que "la patria es América" no halló entonces el
ámbito propicio, y los intereses concretos de una minoría poderosa,
más pesados que sus valores abstractos, se fueron reflejando en la
proliferación de partidos liberales y partidos conservadores que
sirvieron en definitiva al caudillismo, a las oligarquías y a la
fragmentación del mundo vislumbrado por Bolívar.
Pero así como su genio militar jamás fue discutido por sus
contemporáneos —amigos y enemigos— no es menos cierto que supo
interpretar su época y que sus ideas políticas acerca de la unidad
del continente —y los peligros acechantes— mantienen la frescura de
una planta recién brotada.
Lo refleja en su famosa Carta de Kingston al afirmar que "la
opinión de la América no está aún bien fijada, y aunque los seres
que piensen son todos, todos independientes, la masa general ignora
todavía sus derechos y desconoce sus intereses". Y en 1821 llama a
"marchar juntos a despedazar cuantos hierros opriman a los hijos de
América". Y al año siguiente considera la necesidad de prevenir al
pueblo "y enseñarle el remedio de preservarse del mal, que no es
otro que la unión". Ya pensaba, seguramente, en la existencia de
"una poderosísima nación muy rica, muy belicosa y capaz de todo".
Los Estados Unidos, como aseguraría en una carta fechada en
Guayaquil el 5 de agosto de 1829, "parecen destinados por la
providencia para plagar la América de miserias a nombre de la
libertad".
En ese sentido, Bolívar fue un hombre del porvenir. En 1830 su
obra está en marcha, invisible para los señores de copa y bastón,
sembrada en la tierra que él amó, y sembrada en la historia de
nuestra América, en la América de Sucre, de San Martín, de O'Higgins,
de Hidalgo, de Martí, de Sandino, del Che, de Hugo Rafael Chávez
Frías y de Fidel.
En 1830, el hombre que "burló montes, enemigos, disciplina,
derrotas", el hombre que "burló el tiempo", como sentenció nuestro
Apóstol; el hombre que desafió las cimas de los Andes, el gran
soldado de Carabobo, Boyacá, Bombona, Pichincha, Junín y Ayacucho;
el hombre ante cuya estatua lloró un viajero un día; aquel hombre
estaba agonizando en diciembre, en Santa Marta, frente a la bahía de
Cartagena, a los pies de la Sierra Nevada, la máxima altura de
Colombia, cuyo pico plateado proyectado sobre el sólido azul del
firmamento podía contemplar el moribundo desde su ventana.
Allí, rodeado de sus más íntimos oficiales y de unos pocos indios
de la villa cercana de Mamatoco, murió El Libertador.
Dicen los historiadores que sus últimas palabras, en el delirio
de la agonía lenta, fueron: Vámonos... Vámonos... Vámonos muchachos.
Lleven mi equipaje a la fragata. Cuarenta y siete años después de su
nacimiento, a la una de la tarde del viernes 17 de diciembre de
1830, la fragata zarpó rumbo a la Gloria.