Muera Wagner, viva Wagner

Pedro de la Hoz
pedro.hg@granma.cip.cu

Richard Wagner no reposa. A dos siglos de su nacimiento —22 de mayo de 1813 en Leipzig, noveno vástago de un funcionario policial y de la hija de un panadero—, genera fanatismos y rechazos a la vez. La conmemoración wagneriana, como era de esperar, no ha estado exenta de aristas polémicas. Una puesta en escena de Tannhauser en la Ópera de Dusseldorf fue suspendida por la reacción de los círculos hebreos que consideraron ofensiva la alusión a los crematorios nazis con que el director trató de dar una vuelta de hoja al antisemitismo militante del autor. Los periódicos recordaron la frase de Nietzsche: "Wagner es una enfermedad". Una crónica de la agencia DPA cita la opinión del experto Egon Voss; "Wagner polariza, antes y ahora. En su día por su postura estética y su vocación de poder. Ahora, casi exclusivamente como consecuencia de su antisemitismo. La moral ocupó el lugar de la estética".

Pero ni aun sus más enconados detractores pueden desconocer un hecho: existe una música —y un teatro musical— antes y después de Wagner. Tan fuerte y tan decisivo resultó su espíritu innovador al desarrollar los principios de la escuela romántica europea asentados nada menos que por Beethoven y consolidados por Schubert, Schumann, Mendelssohn y Liszt entre otros gigantes, y llevarlos a una expresión totalizadora.

Habrá incluso que contar con él para valorar cómo la abrumadora influencia que ejerció a fines del siglo XIX y los inicios del XX desató respuestas que beneficiaron el ulterior desarrollo de la música occidental de concierto en las primeras décadas de la pasada centuria. Nuestro Alejo Carpentier dio testimonio de ello en sus excelentes crónicas de juventud cuando describió la actitud antiwagneriana de los compositores de la vanguardia europea y la cubana, a pesar de que no pocos de los giros polifónicos y orquestales que sobrevinieron tenían inevitablemente su impronta.

Para mayor desgracia, el legado del compositor estuvo asociado a los horrores de la era nazi. Hitler, Goebbels y la camarilla nacionalsocialista hicieron de Wagner un ícono y los hasta hoy célebres festivales de Bayreuth fueron utilizados como vitrina propagandística del régimen.

Con el tiempo, las aguas han ido tomando su nivel y un mínimo de racionamiento ha establecido el valor intrínseco de la producción wagneriana más allá de las eventuales manipulaciones posteriores al deceso del músico alemán el 13 de febrero de 1883. Cualquier organismo sinfónico que se respete incluye en su repertorio las oberturas de Tannhauser y Los maestros cantores y pasajes orquestales de sus más famosas óperas.

La representación de sus dramas musicales exigen grandes empresas por su duración y complejidades escénicas y musicales, pero no se puede prescindir de El holandés errante, Los maestros cantores, Tristán e Isolda, Lohengrin, Parsifal y la tetralogía El anillo de los Nibelungos, obsesión desarrollada a lo largo de 25 años que le permitió elaborar un concepto todavía vigente, el del arte total.

¿Wagner en Cuba? Todo parece indicar que no pasará mucho tiempo para que aparezca en la escena habanera una versión de El holandés errante, a cargo del Teatro Lírico Nacional. Por lo pronto, la Sinfónica Nacional podría revisitar sus obras en la programación habitual y hasta vendría bien recordar el homenaje que le rindió Leo Brouwer con una obra titulada precisamente Wagneriana.

 

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