Richard
Wagner no reposa. A dos siglos de su nacimiento —22 de mayo de 1813
en Leipzig, noveno vástago de un funcionario policial y de la hija
de un panadero—, genera fanatismos y rechazos a la vez. La
conmemoración wagneriana, como era de esperar, no ha estado exenta
de aristas polémicas. Una puesta en escena de Tannhauser en la Ópera
de Dusseldorf fue suspendida por la reacción de los círculos hebreos
que consideraron ofensiva la alusión a los crematorios nazis con que
el director trató de dar una vuelta de hoja al antisemitismo
militante del autor. Los periódicos recordaron la frase de Nietzsche:
"Wagner es una enfermedad". Una crónica de la agencia DPA cita la
opinión del experto Egon Voss; "Wagner polariza, antes y ahora. En
su día por su postura estética y su vocación de poder. Ahora, casi
exclusivamente como consecuencia de su antisemitismo. La moral ocupó
el lugar de la estética".
Pero ni aun sus más enconados detractores pueden desconocer un
hecho: existe una música —y un teatro musical— antes y después de
Wagner. Tan fuerte y tan decisivo resultó su espíritu innovador al
desarrollar los principios de la escuela romántica europea asentados
nada menos que por Beethoven y consolidados por Schubert, Schumann,
Mendelssohn y Liszt entre otros gigantes, y llevarlos a una
expresión totalizadora.
Habrá incluso que contar con él para valorar cómo la abrumadora
influencia que ejerció a fines del siglo XIX y los inicios del XX
desató respuestas que beneficiaron el ulterior desarrollo de la
música occidental de concierto en las primeras décadas de la pasada
centuria. Nuestro Alejo Carpentier dio testimonio de ello en sus
excelentes crónicas de juventud cuando describió la actitud
antiwagneriana de los compositores de la vanguardia europea y la
cubana, a pesar de que no pocos de los giros polifónicos y
orquestales que sobrevinieron tenían inevitablemente su impronta.
Para mayor desgracia, el legado del compositor estuvo asociado a
los horrores de la era nazi. Hitler, Goebbels y la camarilla
nacionalsocialista hicieron de Wagner un ícono y los hasta hoy
célebres festivales de Bayreuth fueron utilizados como vitrina
propagandística del régimen.
Con el tiempo, las aguas han ido tomando su nivel y un mínimo de
racionamiento ha establecido el valor intrínseco de la producción
wagneriana más allá de las eventuales manipulaciones posteriores al
deceso del músico alemán el 13 de febrero de 1883. Cualquier
organismo sinfónico que se respete incluye en su repertorio las
oberturas de Tannhauser y Los maestros cantores y
pasajes orquestales de sus más famosas óperas.
La representación de sus dramas musicales exigen grandes empresas
por su duración y complejidades escénicas y musicales, pero no se
puede prescindir de El holandés errante, Los maestros
cantores, Tristán e Isolda, Lohengrin, Parsifal
y la tetralogía El anillo de los Nibelungos, obsesión
desarrollada a lo largo de 25 años que le permitió elaborar un
concepto todavía vigente, el del arte total.
¿Wagner en Cuba? Todo parece indicar que no pasará mucho tiempo
para que aparezca en la escena habanera una versión de El
holandés errante, a cargo del Teatro Lírico Nacional. Por lo
pronto, la Sinfónica Nacional podría revisitar sus obras en la
programación habitual y hasta vendría bien recordar el homenaje que
le rindió Leo Brouwer con una obra titulada precisamente
Wagneriana.