menos
de un segundo. Pruebe y verá.
Si disfrutó de la película hasta tarde anoche y hoy madrugó,
quizás la modorra anule sus deseos de hablar al cruzarse con el
vecino en la calle. Sin embargo, la leve inclinación de la cabeza,
una sonrisa, o un guiño de ojo, resuelven de manera afable el casual
encuentro.
¿Cómo ha de sentirse usted si ese mismo vecino, quien ayer
departió junto a su familia, hoy le pasa por el lado ignorándolo? No
hallará elementos para imaginar que, de pronto, el hombre aloja
algún sentimiento de enemistad u hostilidad hacia su persona y, en
el mejor de los casos, le justificará su descortesía "creyendo" que
iba pendiente de algún problema personal y por esa razón no lo vio.
Dar los buenos días es la manera más sencilla, cortés y comedida
de hacernos notar ante los demás, quizá el preámbulo de una posible
conversación, o el inicio de una nueva amistad. Obviar ese segundo
en nuestras vidas si coincidimos con alguien, además de poner en
duda su urbanidad, dará lugar a que tal vez le atribuyan estados de
ánimo como el enfado o la irritación.
El saludo muestra al prójimo nuestras buenas intenciones. En la
Edad Media los caballeros al encontrarse extendían la mano contraria
a la parte del cuerpo donde llevaban la espada, que solía ser la
izquierda, así ofrecían la seguridad de no desenfundar el arma. Más
cerca en el tiempo, no era visto con agrado dar la mano izquierda,
aunque hoy algunos justifican esa acción diciendo que esa es "la del
corazón".
Son diferentes las formas verbales o los gestos para cumplir con
ese símbolo universal de la cortesía. Al "buenos días" se unen el
"hola", el beso (en Europa, uno en cada mejilla), el apretón de
manos y el abrazo cuando hay un fuerte lazo afectivo, sin desconocer
los existentes en otras latitudes, como la reverencia ante los
amigos, sinónimo de respeto en el lejano Japón; o el familiar "¡épale!"
de los venezolanos, empleado también en el argot deportivo,
específicamente por los esgrimistas como expresión de júbilo cuando
le marcan una estocada al rival.
Las normas de la convivencia sugieren que si le estrecha la mano
a otra persona (un apretón corto, firme, sin rudeza) debe mirarle a
los ojos para transmitirle seguridad, convencerlo de que no alberga
intenciones ocultas, ni deseos de mentirle. Eso funciona así, como
de igual manera debemos quitarnos las gafas para saludar al amigo
mirándole a los ojos, o retirar la gorra al sentarnos a la mesa.
Si el saludo es un gesto de educación, respeto y cordialidad,
sigo simpatizando con el simple ¡buenos días! o el apretón de manos,
mejor que algunas "creaciones" que devastan el idioma, aunque no
neguemos su utilización, bastante difundida en nuestra sociedad,
incluso, desde la primaria hasta los más altos niveles de la
enseñanza.
Así usted puede ser saludado a diario en la calle y de momento no
sabe en qué categoría animal o mineral lo encasillan, porque lo
mismo le trasladan al periodo pleistoceno con un: "¡Anda, salvaje!",
que lo llevan a cualquier selva lejana al ritmo del "¡Cómo va eso,
bestia!" Quizás en la frase menos agresiva lo hagan sentirse el más
fuerte e indoblegable protagonista en la Tabla Periódica de
Elementos Químicos atribuida a Mendeléyev si le espetan el: "¡Dime,
hierro!"
A todos los anteriores, súmenle que difícilmente sepamos en cuál
reino ubicar al rey de estos vulgarismos: "¡Qué bolá!", entendido
por todos dada su omnisciencia, pero que nadie se aventura a
definir, pues actúa de comodín para cualquier situación de la
cotidianidad.
Incluir en el léxico esas expresiones significa para no pocos
estar a la moda, actualizado, marcar el paso lo mismo en el hogar,
la escuela, o la calle, los dos primeros puntos esenciales en el
aporte a la educación de nuestros hijos. Hablamos de frases cortas,
rítmicas, pegajosas. También chabacanas y degradantes.