
Siempre vi el primero de mayo cubano por televisión. De todas las
marchas del mundo que la pantalla mostraba, esta era la única que no
terminaba en disturbios ni en enfrentamientos con la policía. Algo
difícil de asimilar para quienes vivimos en sociedades donde la
represión impacta de frente contra los "atrevidos" trabajadores y
estudiantes que alzan su voz para exigir respeto a sus derechos.
"Algún día estaré allí", me decía mientras el locutor informaba
los miles de asistentes al desfile. Y aquí estoy, maravillado aún
con la experiencia.
Qué grato es caminar por este gran mar de fueguitos, como diría
Eduardo Galeano, sin la amenaza de un chorro de agua deseoso por
apagarnos, y sin palos, y sin gases, y sin esposas. Nada ni nadie
nos extingue.
Deseé que mis compatriotas vieran esto, de seguro no me creerán
cuando les cuente de las banderas mapuche flameando al compás del
viento. En mi país, los mapuche son brutalmente reprimidos.
Paradójicamente, a miles de kilómetros de su tierra, reciben
educación gratuita y desfilan libremente por las calles.
Pese a que el cielo estaba cubierto por nubes grises, un arcoiris
imponente se erguía por entre este y nosotros: eran banderas de
todas las naciones, que enarboladas por hombres y mujeres de los
distintos rincones del mundo, hacían solo una, la bandera de la
humanidad.
Y allí estaba el Presidente Raúl, saludando a quienes pasábamos
por la plaza decididos a defender la patria, que hace muchos años
dejó de ser solo de los cubanos, pues es de todos quienes nos
sentimos hijos de Cuba, quienes estudiamos en ella y quienes creemos
en su proyecto, como este chileno que escribe emocionado después de
pasar su primer primero de mayo en la Isla.


