Lincoln
de estreno. El Lincoln de Spielberg, sin intención peyorativa,
que ya se sabe que hay tantos Napoleón como directores empeñados en
asumir el personaje, y lo mismo sucede con cuanta figura histórica
cobre vida en pantalla.
Para bien y para mal, Lincoln ha estado en la boca de
muchos. Mientras algunos le aplauden sus virtudes técnicas, otros le
critican, esencialmente, su tono didáctico (que lo hay) y su
desarrollo bastante denso, muy lejos del cine de Steven Spielberg.
Lincoln fue una de las películas más publicitadas del pasado
año y obtuvo 12 nominaciones al Oscar. Pero a medida que
transcurrieron los meses fue perdiendo fuerza y solo obtuvo dos de
esos galardones, el principal, el Oscar al mejor actor
(indiscutible) que obtuvo el inglés Daniel Day Lewis por su
desempeño como el décimo sexto presidente de Estados Unidos, un
político que procuró evitar la disgregación de la Unión durante la
Guerra Civil, que abolió la esclavitud y que sin duda es recordado
en el imaginario público por su honestidad y fortaleza de espíritu.
Spielberg no realiza un biopic tradicional que abarque desde el
nacimiento hasta la muerte de Lincoln ––que esa biografía la hizo de
manera un tanto simplista David Griffith en el año 1930––, sino una
historia que centra la acción en los últimos cuatro meses de la vida
del presidente, el periodo durante el cual se abolió la esclavitud y
terminó la Guerra Civil. En ese tiempo se confecciona un retrato
íntimo del hombre y del político y se centra el interés dramático en
el debate de la famosa décimo tercera enmienda propuesta por Lincoln
a favor de otorgarles la libertad a los esclavos.
Política, politiquería, maniobras de todo tipo —delante y detrás
de las bambalinas—, con tal de obtener cada bando en disputa lo que
se propone: los republicanos de Lincoln, que se apruebe la enmienda
antes de finalizar oficialmente la guerra ––que ya estaba a favor de
ellos––, y la dirigencia de los demócratas, impedir ese beneplácito
al precio que sea.
Minucioso trabajo de reconstrucción en el que se destacan el
espíritu de la época, las expectativas de los esclavos, el peso de
la guerra ––a manera de telón de fondo–– y como sostén, la figura de
Abraham Lincoln, a la que el director se acerca con respeto para
presentarlo como un hábil estadista moviéndose en un escenario
tortuoso, incluyendo la vida en familia.
Spielberg evita en buena medida el Lincoln santificado en
monumentos y demuestra que, cuando fue necesario, se apoyó en
métodos poco ortodoxos con tal de ir ganando, voto a voto, la pelea
que se traía entre mano. Sin embargo, hacia los finales, no puede
sustraerse de recursos poéticos de subrayada dulzura (ese Lincoln
surgiendo de la luz de un candelabro), con lo cual vuelve a
demostrar su tendencia al sentimentalismo. Su filme pretende
objetividad, y debe haberla, pero resalta demasiado el tratamiento
simpático que hace de los republicanos de Lincoln "los muchachos
buenos" de la historia, y de los demócratas envueltos en la
discusión del Parlamento, una cuadrilla de malvados rompe huesos. En
tal sentido, faltan sutilezas artísticas y sobran maniqueísmos.
Lincoln recaba de atención para disfrutar de su trama y de
sus aciertos artísticos, como ese interés de cambiar el ojo de la
cámara y centrarlo a ratos en lo que parece menos importante para
contar desde allí lo trascendente.
El hecho de centrarse el filme en solo cuatro meses, hace que
muchos aspectos polémicos vinculados a la figura del presidente
queden fuera, entre ellos las grandes diferencias económicas entre
el Norte y el Sur (esclavitud de por medio), la evolución social de
Lincoln al paso de los años ––que no fue siempre él un convencido de
darle la libertad a los esclavos—, las simpatías, hacia el final de
su vida, por los socialistas utópicos alemanes, y hasta la corta
correspondencia que sostuvo con Carlos Marx, cuando este le escribió
para felicitarlo por lo que estaba haciendo.
Un Lincoln que también sería la mar de interesante, pero el que
Spielberg ––que no es él ni Costa-Gavras ni Oliver Stone–– jamás
filmaría.