No
alcanzarían los adjetivos para calificar a Django desencadenado,
el último filme de Tarantino. Una película en la que coinciden las
mismas discordancias de su reconocida obra maestra, Pulp Fiction
(1994), discordancias que al romper con viejos moldes narrativos
crean un estilo en el que los aspectos más serios y brutales pueden
ser trivializados, y hasta burlados, ante un espectador que ya no se
sorprende, pues así como hay un cine de Bergman, de Kurosawa y
Hitchcock, también hay un cine de Tarantino y sencillamente lo
tomas, o lo dejas.
Ya desde que Django... arranca con su balada de voz
engolada y sus créditos estilo años sesenta, se intuye que Tarantino
se nutrirá del western spaghetti, pero no solo de Sergio Leone y
compañía, dómines de los cortantes primeros planos y de una estética
de "lo tremendo", en la que el estallido de la sangre es más común
que un vaso de agua, sino también del puro oeste americano "a lo
John Ford", aquellas buenas cintas en las que, sin embargo, el tema
de la esclavitud no se tocaba, o venía a ser más bien como una
murmuración signada por los clichés.
En su amalgama de referencias y guiños a otros filmes, Tarantino
no duda en incluir El nacimiento de una nación (1915), de
Griffith. Hay planos que son exactos, solo que en el momento cumbre,
en que los racistas van en pos del negro esclavo convertido en
cazador de recompensa, a Tarantino se le ocurre poner a discutir a
los miembros del Ku Klux Klan a partir de que los agujeros de sus
capuchas no lo dejan ver, y así convierte el inminente linchamiento
en un estallido de humor.
Cualquier cosa puede suceder en esta historia del cazador de
recompensa alemán que recurre a un esclavo para que lo ayude. Otras
películas han estado llenas de tantos absurdos, disparates y
exageraciones como Django desencadenado, solo que les faltó
la capacidad de sorprender a partir de un estilo y de unas escenas y
personajes a los que Tarantino convierte en antológicos.
El racista medio loco que encarna Leonardo di Caprio, el viejo
esclavo, maligno y confidente de Samuel L. Jackson, y el alemán
cazador de recompensa de Christoph Waltz (otra vez brillantes, al
igual que en Mal ditos bastardos) pasarán a convertirse en
personajes referenciales, porque no hay otros que se les parezcan en
el cine.
Entretenimiento y ligereza entonces en una cinta que expone la
brutalidad de la esclavitud con más rotundez visual que el
Lincoln, de Steven Spielberg. Sometimiento del negro que le
sirve al director para reelaborar la más clásica fórmula del cine de
acción de todos los tiempos: la venganza. El esclavo que interpreta
Jamie Foxx, que por obra del guion derrumba a un racista cabalgando
a lo lejos en el primer escopetazo de su vida, está construido con
todos los tintes de ese factor venganza que, desde los griegos para
acá, ha sido una constante como catarsis dramática.
Si Django desencadenado ––con unos diálogos que al igual
que en Pulp Fiction son de primera––, no es más contundente
aún, se debe en parte a que a Tarantino le faltó decisión para
recortar dos o tres escenas que, al alargarse recargan tanto el
conflicto en cuestión como a los personajes envueltos en él, y el
mejor ejemplo sería la extensa comida donde Di Caprio, el personaje,
se revela (se reafirma y se vuelve a reafirmar) como un sanguinario.
Sorprendente nuevamente Tarantino. No importa que su final de
Django... lo haya cogido, quizá, con las neuronas un tanto
cansadas, de tanto inventar.