¿A quién engaña un fraudulento? Ante todo, a él mismo a su
familia y a la sociedad. Son conocidos casos de personas admiradas
hasta un día en que se despeñan al son de una desvergüenza
comprobada y pierden la estimación de sus seguidores.
Así ha acontecido con deportistas famosos como el ciclista
norteamericano Lance Armstrong, desprovisto de todos sus títulos en
el 2012 al verificarse su dopaje. Tampoco escapan al riesgo de verse
tentados por el engaño personajes de las manifestaciones culturales,
científicas, técnicas y de otras aristas del quehacer cotidiano como
la producción y los servicios.
Con independencia de los derroteros por donde nos conduzca la
vida, habrá más posibilidades de esquivar el fraude si desde
pequeños apreciamos la educación forjada en armonía entre la escuela
y el hogar como la unión capaz de contribuir a formar hombres y
mujeres de bien, aferrados a una manera de actuar sencilla, honesta,
valerosa.
En el ámbito escolar (desde la primaria hasta la Universidad), no
solo falta a la honestidad y al respeto de cuantos lo rodean quien
lleva al aula un "chivo" escondido, repleto de apuntes afines con
los temas que —según su discernimiento— saldrán en el trabajo de
control parcial o en cualquier otra comprobación de conocimientos.
Igual de perniciosa es la actitud del que, sobre la base de un falso
sentido de la amistad, le "sopla" la respuesta al compañero, sin
reparar en el daño ocasionado, pues ese reprobable proceder tiende a
crear en el beneficiado el hábito de servirse, sin sonrojo, del
saber ajeno.
En cierta ocasión conversé con un joven, exalumno de la Facultad
de Economía, en la Universidad de La Habana. Me relató que al
principio le resultó un tanto difícil cogerle el golpe a la
exigencia de los estudios en el primer año de la carrera, notó de
inmediato el cambio tras ascender al escalón más alto de nuestra
enseñanza, aun así iba saliendo adelante.
Me dijo que, "por ayudar a un amigo del aula", intentó pasarle
por escrito la respuesta a una de las preguntas de examen, instante
en que el profesor los sorprendió. Fueron separados del centro.
Después de ese día nunca más contactó con aquel supuesto "amigo" y
en su recuerdo perdura la mácula, porque aunque al cabo de dos años
debió haber intentado regresar a los estudios, no tuvo la fuerza
suficiente para hacerlo. No obstante, hoy está integrado a un centro
laboral y es reconocido por su familia.
El mal perjudica tanto a los protagonistas directos como a los
que aportan a la escena el silencio cómplice, inequívoca señal de
aprobación. Seguramente al profesor destinado para cuidar a un grupo
le resulte difícil mantenerse en "alerta extrema" todo el tiempo
para seguir cada movimiento de los alumnos que tienen en sus manos
una hoja de examen, situación aprovechada por aquellos que no le
extrajeron el máximo a las clases para "fijarse".
Pero, ¿acaso quien copia las respuestas de otro burlará al
profesor? El día a día, la experiencia de un curso tras otro
tomándole el pulso a cada uno de sus alumnos, le ofrecen al educador
una percepción clara del rendimiento individual de sus discípulos y
lo faculta para asentir a una alta calificación de un joven
aplicado, así como dudará si el modorro se le aparece, de buenas a
primera, con una puntuación a la que no ha sido acreedor durante el
proceso de aprendizaje. Este último, si logra evadir su
responsabilidad, de seguro la vida se encargará de suspenderlo.
Hoy los intentos de fraude se arropan bajo distintas mantas. No
hablamos del alumno verdaderamente cariñoso que se acerca al
profesor con deseos de aprender, sino de quien adula (o regala) por
tal de obtener beneficios a la hora de ser calificado. También
existe —en ocasiones con la complicidad de algún familiar— el burdo
ánimo de sobornar para asegurar una buena nota en la prueba.
Son prácticas ajenas a la moral y los principios que deseamos
fomentar en nuestra sociedad, para que el fraude no quede impune ni
cree hábito.