Cada ejecución de varias de las obras sinfónicas del compositor
bohemio-austríaco Gustav Mahler (1860–1911) —la Segunda, la
Tercera, la Octava y la Canción de la Tierra—
demanda empeños de producción gigantescos que solo plazas con un
desarrollo musical consolidado y una vida cultural activa han podido
encarar con éxito.
De ahí que la ejecución el pasado domingo en el Teatro Nacional
de la Tercera sinfonía, antes de cualquier otra
consideración, deba calificarse como una hazaña confirmatoria. El
director invitado, Thomas Gabrisch, de Alemania, titular de la
Deutsche Oper am Rhein de Dusseldorf, encontró en La Habana
condiciones y motivaciones para llevar adelante la empresa: una
Orquesta Sinfónica Nacional fogueada, atenta y abierta a
incorporaciones complementarias de jóvenes con un elevado nivel
académico, un público culto y una formidable cantera de voces
femeninas e infantiles entrenadas en el canto.
Para los que no presenciaron el acontecimiento, sépase que la
Tercera implicó a más de un centenar de músicos en la escena y
en el quinto movimiento una enorme masa coral, amalgamada por la
maestra Alina Orraca y proporcionada por Exaudi, la Schola Cantorum
Coralina, los coros Polifónico de La Habana, de Cámara de Matanzas y
del ICRT, el Ensemble Vocal Luna, las dos corales del conservatorio
Amadeo Roldán, la cantoría infantil de la Schola Cantorum y el coro
Diminuto, estos dos últimos situados en el pasillo del balcón junto
a las campanas tubulares.
Sirvan como referencias de lo que tamaño suceso significa las
grabaciones testimoniales que la crítica ha seleccionado como las
mejores de la Tercera en los últimos tiempos: la de Leonard
Bernstein y Claudio Abbado con las Filarmónicas de Nueva York (1987)
y Berlín (1999) y la de Pierre Boulez con la de Viena (2001).
La obra en todos sus movimientos es sobreabundante y refleja la
complejidad estilística del pensamiento musical de Mahler, hombre
que vivió entre dos épocas —el declive del Imperio austrohúngaro y
los estallidos nacionalistas que se agudizarían con el advenimiento
tres años después de su muerte de la Primera Guerra Mundial—; dos
estéticas —la culminación de la hegemonía romántica y la irrupción
de los primeros signos de las vanguardias europeas—; y tres culturas
—la germánica, la checa y la judía.
En el plano personal se debatía, durante la época que comenzó a
componer la Tercera, entre su carrera cada vez más reconocida
como director orquestal —no exenta de episodios conflictivos debido
a su carácter irascible y las tensiones a las que sometía a los
instrumentistas— y sus deseos de brillar como compositor, que
encontró enconadas oposiciones de ciertos sectores de la crítica y
la rechifla de los melómanos conservadores.
Pero su libertad de expresar musicalmente lo que sentía —buen
romántico al fin— y llevarlo a vías de hecho con conocimiento de
causa —buen orquestador y conocedor de los misterios y prodigios de
la voz al cabo— se impuso y ya en vida, pero sobre todo a lo largo
del siglo XX, cosechó decididos respaldos.
La Tercera sobrepasa los límites formales del sinfonismo,
por su visión caleidoscópica, sus desiguales proporciones y sus
conflictos temáticos. Es una construcción épica de emociones
fluorescentes, y como tal, controlando los meandros desbordados por
la sensibilidad y dándole justo valor dinámico a cada tema, Gabrisch
se las entendió con la trama orquestal y con los dos pasajes
sinfónico-vocales, el cuarto movimiento con una inspirada y precisa
María Felicia Pérez en el canto del O Mensch!, texto de
Así hablaba Zaratustra, del poeta, filósofo y también músico
Friedrich Nietzsche y una disciplinada y a la vez aérea masa coral
en el Es sungen Drei Engel del quinto movimiento, material
por cierto reciclado de una colección folclórica que le obsedió
desde su temprana vocación autoral, El cuerno mágico de la
juventud.
En la primera página del manuscrito original, Mahler escribió a
manera de subtítulo: Sommermorgentraum, en castellano
Sueño de una mañana de verano. La del último domingo en La
Habana fue el sueño realizado de una mañana de febrero.