El matiz político ha estado presente en los tres filmes sobre
Batman realizados por Christopher Nolan, un talento al que la gran
industria ofreció demasiado como para que pudiera resistirse, y la
reelaboración del cine negro que hizo en Memento (2000) daría
una idea del valor de sus neuronas.
Nolan le impregnó al universo del comic de la Warner BROS lo que
la Marvel apenas ha podido con sus superhéroes tan planos como
reiterativos.
Cierta complejidad intelectual en sus historias y personajes,
desarrollándose en los entramados de una oscuridad emocional en la
que el factor previsible del género cuenta poco, fue decisivo para
lograr el sortilegio de que el público y la crítica aplaudieran un
cine de aventura que, estaba claro, rompía códigos de simplezas y le
subía la parada a los filmes anteriores sobre Batman realizados por
el gótico Tim Burton.
Sucedió en el primer Batman de Nolan, del 2005 (Batman Begins),
y en el segundo, El caballero de la noche (2008) y en menor
medida en el que se encuentra de estreno en cines del país, El
caballero oscuro: La leyenda renace (2012), todos grandes éxitos
de taquilla.
Nolan llegó a este tercer Batman con muchas expectativas ya que,
se sabía, sería el último suyo. El resultado son casi tres horas de
metraje en el que se mezclan la espectacularidad más ruidosa
(cargante la banda sonora de Hans Zimmer) y algunos buenos momentos
con lo clásico trillado —ese betún y brillo concebidos en función de
lo que se denomina "el gran público", amante de los efectos
especiales, las carreras, los combates y los suspensos de bombas
nucleares que estallarían en una gran ciudad si no fuera por sus
héroes.
Le sobra cinta a la historia, pero el reparto impresionante y su
rotunda visualidad hacen que los momentos de franco aburrimiento y
hasta las nebulosas en el guion no lo parezcan tanto.
Poco amante de los filmes de este género, confieso que le presté
más atención a los sostenidos subrayados políticos de El
caballero oscuro: La leyenda renace que a su trama general,
regida por la ineluctable lucha del bien frente al mal.
Uno de los ingredientes que han hecho atractivos a los Batman de
Nolan es la actualidad política que desliza en ellos: En los dos
primeros fueron los ecos del atentado del 11 de septiembre del 2001
y una angustia generalizada por el miedo ciudadano a lo que vendrá.
En esta última entrega, el colapso financiero y el terrorismo pasan
a primer plano en una trama que puesta en la balanza se inclina sin
discusión hacia una visión conservadora del presente, a partir de la
utopía revolucionaria que representa el malvado de turno, el
monstruoso y vengativo Bane. Un mercenario que ante la corrupción
imperante en las arcas financieras de la ciudad de Gotham (que no es
otra que Nueva York) impone un levantamiento popular contra los
ricos (el pobre millonario Wayne-Batman entre ellos), a los que hace
ejecutar mediante un caricaturizado tribunal sin apelaciones,
demasiado inspirado en los tiempos de la Revolución francesa.
Hay corrupción e injusticia en las bolsas y en sus gobernantes
corruptos ––expresa claramente Nolan–– pero revelarse con medidas
extremas, como serían los ocupantes de Wall Street (y algo de eso
aparece en el filme) sería una locura, y bastaría con mirar las
hordas que capitanea Bane, dadas al saqueo y a la destrucción, para
tratar de encontrar una solución al caos del país ––como dice unos
de los personajes buenos, y sugieren otros––, que venga "desde
adentro".
La tranquilidad ciudadana que representa el niño que con voz
angelical canta el himno de la nación mientras el loco
"revolucionario" hace estallar un campo de fútbol donde reina el
sosiego de decenas de miles de espectadores, es el símbolo absoluto
de una paz que solo se estabilizará cuando "los ocupantes" sedientos
de justicia social desaparezcan.
Hay muchas más asociaciones de ese conservadurismo con el que
Christopher Nolan se despide de Batman y los que quieran podrán
entretenerse en encontrarlas, en caso de que este hombre murciélago,
como espectáculo, no los entretenga demasiado.