Chucho
Valdés no tiene límites. Cuando alguien cree que lo ha dado todo, el
hombre se aparece con más y mejores invenciones. Virtuoso es un
término que le queda estrecho, pues en él no caben los fuegos de
artificio ni el alarde narcisista para deslumbrar. Vuelca en sus
creaciones todos los mundos que ha recorrido y, algo más importante,
anticipa los caminos que le quedan por delante.
Estoy
seguro de que esa impresión fue plenamente compartida por el público
que desbordó el teatro Mella la noche del jueves para asistir a la
inauguración del 28 Festival Internacional Jazz Plaza, con el
maestro de estreno entre nosotros con su nueva formación pentagonal:
piano, bajo y tres percusionistas. Es decir, piano y una base
rítmica ampliada que en la concepción de Chucho por momentos se
invierte, pues hace cantar y armoniza los instrumentos de percusión
mientras él marca las pautas de la marcha.
Todos los pianos de su vida vienen a él. Saumell y Cervantes,
Lecuona y Bebo, Lily Martínez y Antonio María Roméu por acá, y por
allá Bach, Chopin, Rachmaninov y Ravel. Enfrente, la explosividad de
Ellington, la filosofía de Thelonius Monk y el talante
improvisatorio de Bill Evans. Y de él parte el pianismo total: de
escalas prodigiosas e intervalos intrépidos, clusters
inimaginables y silencios evocadores, tumbaos frenéticos y leves
melodías. Y para más, un extraordinario sentido de la dinámica que
se hace acompañar de una notable perspectiva de la variación.
Antes, durante y después, Chucho es su isla. Con el mismo fervor
con que los monjes entonaban cantos gregorianos en las abadías
renacentistas, él despliega el ritual de los orichas en una liturgia
que cobra dimensiones dionisíacas en Yansá o proporciones
telúricas en Los caminos. Pero también posee la sabiduría y
la sensibilidad para concebir una suite elegíaca como Pilar,
ante la cual imagino a Stravinsky quitándose el sombrero, o poner a
navegar uno de los temas de Sherezade, de Rimski-Kórsakov, en
un bateau sobre el Misisipi a golpe de blues.
Chucho brilla y deja brillar. Ofrece espacio generoso para que
sus aliados en el quinteto entreguen sus fantasías: Yaroldi Abréu en
tumbadoras, bongóes y sonajeros; Rodney Barreto en la batería;
Dreiser Durrutí en el juego de tambores batá y los cencerros, y
Gastón Joya en el contrabajo y el bajo eléctrico.
Y por si fuera poco, convida. Entonces ocupa un primer plano la
muy inspirada saxofonista canadiense Jane Bunnet y le sucede
Robertico Vizcaíno con una noción de los timbales que deja atrás los
lugares comunes de la improvisación.
Los límites de Chucho están dentro de él mismo y tengo la
convicción de que todavía no se los ha tropezado.