El
metro que baja al sur de Madrid está lleno de gente triste. Hay
algunos que lo hacen con su bufanda del Real Madrid y sus cinco
minutos de gloria. Otros, que llevan en su cara pintada la agonía de
un trabajo inane y la pesadumbre de una hipoteca. También hay gente
joven que se ríe de la vida, porque todavía la cerveza y la sangre
nueva repiquetean en su cabeza con alegría. Otros llevan el miedo
del eco de las noticias de los desahucios.
A estas horas bajan muchos ciudadanos que han salido de trabajar,
sobre todo inmigrantes. Pero llama la atención la cantidad de
africanos que se reúnen en grupos, con sus voces ruidosas y su
vocabulario veloz e incomprensible. Negros con bolsas blancas y
gigantes, en las que llevan una mercancía barata producida en china,
ilegal y fuera de todo control, con la que se mal ganan la vida, y
hacen piruetas para sobrevivir, entre las pequeñas mafias que
controlan el mercado ilegal callejero y los controles policiales.
Hay negros altos, bajos, casi todos delgados, con unos ojos como
zafiros, en los que se pueden leer la miseria y el hambre, el
cansancio acumulado, el olor a sudor que fermenta en la madrugada en
los pisos patera. Si uno se acerca al grupo, un olor fuerte, como a
vinagre y a cuero viejo, le golpea con contundencia en la nariz. A
veces es la falta de higiene, otras veces las carreras que se da la
policía municipal tras ellos, durante el día, por los alrededores de
la Puerta del Sol, lo que provoca ese fuerte olor; razono yo desde
mi asiento arrinconado.
He visto, en numerosas ocasiones, cómo las motos de la policía
seguían a un africano con una bolsa de CD’s, o de bolsos Louis
Vuitton descaradamente falseado, como si persiguieran a un capo de
la mafia. Los he visto corretear de arriba hacia abajo sin ningún
resultado, como el juego tonto del gato y el ratón. Son las
políticas del menudeo y la incapacidad. Las que votamos, toleramos y
ratificamos cada cuatro años en las urnas.
A veces, cuando viajo en metro, me gustaría poder meter a todos
los políticos del Congreso y del Senado en los vagones, para que
respirasen este ambiente, para que sintiesen a qué huele la
realidad, para que supiesen que la pobreza es una situación que se
fragua día a día, cerca de sus trabajos y en el radio de acción en
el que se mueven con sus coches oficiales.
Puestos a soñar, me gustaría que los políticos de postín tuvieran
que llevar cada día a sus hijos a un colegio que no está dotado con
los medios suficientes. Colegios públicos con mesas viejas y
calefacción a ralentí. Colegios que recortan en fotocopias, que no
tienen a profesionales para sustituir a otros profesores, colegios
en los que el "profe" se pega cinco minutos buscando tizas rotas en
los cajones, y en los que las señoras de la limpieza llevan meses
sin cobrar.
También me gustaría que Esperanza Aguirre, con su mueca de santa
canonizada, viajara por las mañanas en la línea 3, o en la línea 6,
donde los universitarios tienen que soportar aglomeraciones
salvajes. O que tuviera que subir unas escaleras mecánicas
paralizadas, con sus famosos calcetines blancos y sus tacones. No lo
digo por maldad, sino para que sepa lo que es vivir el día a día de
la ciudad. Quizás así le renaciera la empatía, y dejaría a un lado
los negocios de casino, y se pondría con sus menesteres.
También me gustaría que el Presidente del Gobierno, y el de la
oposición, tuvieran que tratarse, junto a su familia, en la sanidad
pública, como cualquier otro ciudadano: con sus largas listas de
espera para operarse; sus camas en los pasillos, donde los catéteres
van y vienen enchufados a los brazos en un danza constante; o la
tristeza de la enfermedad contagiándose en las largas horas que se
padecen en las salas de urgencia. De esta manera, es posible, que
cierta clase política supiera lo que es vivir en la España del siglo
XXI.