Yo
no conozco los misterios de la técnica del ballet. Tampoco sé
demasiado de coreografías o estilos danzarios; pero me gusta la
danza porque es el lenguaje que nos hace ver la música en el cuerpo
humano, ese instrumento insuperable que, como la voz, nos ha
prodigado la naturaleza. Pero sí conozco algo de los misterios del
arte, que son, en mi opinión, los más indescifrables misterios, y
los más subyugantes. Uno de esos misterios tuvo lugar la noche del
29 de octubre en el Gran Teatro de la Habana. Con una coreografía
sencilla, pero muy expresiva, nuestra Alicia Alonso salió al ruedo,
que digo, al escenario, a demostrar que el arte no tiene edad y los
artistas genuinos tampoco.
Intrépida,
elegante y sensual, con boquilla en mano, hizo gala de su técnica y
superó cualquier escollo imprevisto al bailar, con toda la belleza
de su arte y la energía acumulada por los años, como si un resorte
mágico la impulsara. El público que colmaba la sala García Lorca,
sabía que estaba presenciando un acontecimiento único y reaccionó,
como era de esperar, cuando ella se inclinó para saludarlo. No sé,
no pude darme cuenta, en qué momento la ovación se aplacó; porque la
emoción que nos embargó a los que tuvimos el privilegio de estar
allí era demasiado abrumadora.
Alicia demostró una vez más lo inquebrantable de su espíritu, su
inmarcesible sensibilidad y el amor por su arte, el que ella
repartió en su juventud por el mundo y del que Cuba se blasona con
orgullo. Decir que hay Alicia para rato, es un lugar común, que nada
tiene que ver con su estatura. Ella es la encarnación de Terpsícore,
está más allá de la historia, es sencillamente eterna.
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