Entre
el 6 y el 9 de agosto de 1945 la comunidad internacional asistía a
una de las mayores catástrofes que la humanidad ha padecido. EE.UU.
lanzaba la bomba atómica sobre la ciudad japonesa de Hiroshima y
tres días después, hacía lo propio en Nagasaki. Las consecuencias de
aquellos bombardeos, que ponían fin a la II Guerra Mundial, fueron
estremecedoras.
Se estima que hacia finales de ese mismo año, el número de
muertos ascendía a más de 220.000. A pesar de todo, la desgracia no
terminaría aquí. Desde aquella trágica fecha hasta hoy, se cuentan
por miles los casos conocidos de personas que padecen (o padecieron)
severas enfermedades atribuidas a la radiación liberada por las
bombas.
Un nuevo estudio realizado en EE.UU. concluye que los niños que
sobrevivieron a los bombardeos atómicos, continúan teniendo un mayor
riesgo de sufrir cáncer de tiroides. Esto es debido a que las
células tiroideas son particularmente vulnerables a la radiación
ionizante, la misma que, por ejemplo, también subió a niveles
alarmantes en la explosión nuclear de Chernobyl.