Para mí, hasta entonces muchos de los patios, pasajes y casas de
los alrededores del Parque Trillo habían sido y eran todavía los más
auténticos palacios de la rumba, y no solo por el hecho de que al
conjuro de convocatorias formales o simples actos de gozosa
improvisación sonaran cajones y cueros o se entonaran dianas y
coros, o se bailara desde la tarde a la noche, sino por la memoria
de seres privilegiados que de una a otra generación transmitían y
desarrollaban los tesoros de una de las muestras más resistentes y
sólidas de nuestra cultura popular.
Lo mismo me sucedía con el barrio. Cayo Hueso parecía estar allí
si no desde tiempos inmemoriales, al menos desde antes de que
recibiera el 26 de julio de 1912 su acta de confirmación. Y, en
efecto, así fue. Con la extensión de la ciudad a extramuros a lo
largo del siglo XIX se conformó un núcleo urbano entre el todavía
inhóspito Vedado y la calzada de Belascoaín, limitado entre la Zanja
real y la costa, a la altura del Caletón de San Lázaro.
Pero la explosión demográfica del asentamiento durante los
primeros años de la República y la procedencia de los nuevos
moradores justificaron la definitiva partida de nacimiento. Muchos
obreros de la industria tabacalera de Tampa y sobre todo Key West
—la pronunciación de la palabra oeste en inglés, entre cubanos,
había derivado en el sustantivo hueso— habían regresado a la Patria
supuestamente emancipada. Y la mayoría se había radicado en un
barrio al que, en honor a sus orígenes, nombraron Cayo Hueso.
No pocos habían escuchado el verbo imantado de Martí y la mayoría
contribuyó, de una manera u otra a los afanes de la preparación y el
sustento de la guerra necesaria frustrada por la intervención
norteamericana.
En el barrio encontraron familias humildes, trabajadoras como
ellos mismos, sangres mezcladas de antiguos esclavos, creencias
seculares y el rico mestizaje que le daba entidad propia a la
nación.
Ello explica tanto la conciencia patriótica y revolucionaria de
sus hijos más preclaros, el establecimiento del Palacio de los
Torcedores donde velaron en 1934 al poeta y líder comunista Rubén
Martínez Villena, el merecido culto a la memoria de Quintín Banderas
en el parque Trillo y la actividad conspirativa de varios jóvenes en
la época de la dictadura batistiana, como la irreductible atmósfera
propicia para la creación, reproducción y evolución de valores
culturales. No olvidemos que Cayo Hueso es el barrio de la comparsa
Los Componedores de Batea, del Callejón de Hamel y los muchachos del
filin, de Miguelito Valdés, Los Zafiros y Manuela Alonso.
Como una huella paradigmática en la memoria de los pobladores del
barrio ha quedado la labor del joven abogado Fidel Castro Ruz que en
los albores de la década de los años cincuenta se postuló para ser
electo delegado del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) y sostuvo
un intenso intercambio con sus moradores.
Por esa saga, y la que ahora mismo en tiempos de transformaciones
revolucionarias vive el barrio, Cayo Hueso y sus pobladores se
merecen una diana.