 Está 
			en el corazón de los motores que mueven la industria y en los cables 
			que transportan la información del siglo XXI. Milenios después de 
			que el hombre lo empleara por primera vez, el cobre es todavía uno 
			de los tres metales más consumidos en el mundo, y un país tiene la 
			suerte, o la desgracia, de tener las mayores reservas del metal.
Está 
			en el corazón de los motores que mueven la industria y en los cables 
			que transportan la información del siglo XXI. Milenios después de 
			que el hombre lo empleara por primera vez, el cobre es todavía uno 
			de los tres metales más consumidos en el mundo, y un país tiene la 
			suerte, o la desgracia, de tener las mayores reservas del metal. 
			De las diez mayores minas de cobre, cinco se encuentran en Chile: 
			Escondida, Codelco Norte, Collahuasi, El Teniente y Los Pelambres. 
			El país sudamericano es el principal exportador del metal con más de 
			un tercio del total de la producción mundial. 
			La fiebre por el llamado oro rojo en el mercado internacional ha 
			sido responsable en gran parte del crecimiento económico chileno. 
			Sin embargo, dichas ventajas en el plano económico, han sido 
			controversiales en el escenario político. 
			
			En 1810, en el país austral se producían unas 19 mil toneladas de 
			cobre al año, lo que permitió un acelerado avance en la industria. A 
			inicios del siglo XX, gracias a los adelantos tecnológicos, Chile se 
			ubicó a la vanguardia en la producción, pero el Estado recibía solo 
			el 20 % de las ganancias. En un intento por aliviar la situación, se 
			crearon en 1966 las Sociedades Mineras Mixtas con las empresas 
			extranjeras en las cuales el Gobierno obtendría el 51 % de la 
			propiedad de los yacimientos cupríferos. 
			Con la llegada al poder del Gobierno socialista de Salvador 
			Allende en 1970, el escenario dio un giro de 180 grados. El 11 de 
			julio de 1971, el Congreso aprobó por unanimidad la nacionalización 
			de la Gran Minería del Cobre, plagada de empresas extranjeras. Como 
			resultado se eliminaron las "utilidades excesivas" obtenidas debido 
			a los bajos impuestos que abonaban, y fueron indemnizadas. La medida 
			estremeció a las compañías norteamericanas Anaconda y Kennecott, que 
			en su conjunto alcanzaron ganancias cercanas a los 4 000 millones de 
			dólares. 
			Con la nacionalización del cobre se dignificó al pueblo chileno. 
			Se le devolvía lo que le pertenecía, defendiendo así el derecho de 
			disponer de sus riquezas y recursos naturales. Se logró, además, que 
			las ganancias generadas por el metal rojo, cuya explotación estaba 
			finalmente en manos estatales, fructificaran en beneficios para el 
			país y toda la población; sobre todo para atender necesidades en 
			esferas como la educación, la salud y la vivienda. 
			El Gobierno de la Unidad Popular en La Moneda activó las alarmas 
			de Washington. El entonces presidente de Estados Unidos, Richard 
			Nixon (1969-1974) promovió un boicot contra el gobierno de Allende 
			mediante la negación de créditos externos y la petición de un 
			embargo al cobre chileno.
			La presión norteamericana no cesó hasta la abrupta interrupción 
			del proceso democrático el 11 de septiembre de 1973 con el golpe de 
			Estado de las Fuerzas Armadas y Carabineros, con la complicidad de 
			Washington, y que llevó al poder al general Augusto Pinochet. 
			Ni corto ni perezoso, el dictador declaró las "concesiones 
			plenas" a las transnacionales extranjeras y abrió una vez más la 
			caja de Pandora. Se volvía a la privatización, pero esta vez 
			siguiendo las pautas dictadas por el modelo neoliberal. 
			Chile fue el laboratorio donde se ensayó dicha doctrina de 
			saqueo. Durante el régimen militar se implementó una drástica 
			política, que bajo las órdenes de un grupo de economistas 
			norteamericanos, los llamados "Chicos de Chicago", promovió la 
			economía de mercado y la descentralización del control de la misma. 
			Fueron los tiempos del pseudo "milagro chileno", ya que si bien se 
			registraron indicadores sociales propios del primer mundo, la nación 
			se ubicó entre las más desiguales en cuanto a distribución de las 
			riquezas. 
			El crecimiento acelerado en tan poco tiempo generó complicaciones 
			que aún persisten, y el cobre no escapa a esa realidad. Aun cuando 
			proyecta millonarios ingresos al Estado, no se pueden costear, al 
			menos, la educación y la salud pública para los más necesitados 
			porque gran parte de las ganancias va a manos privadas. Así, lo que 
			pudiera entenderse como algo beneficioso, ha resultado 
			históricamente una maldición para el país austral.