Con frecuencia me pregunto cuánto debe sufrir un ciudadano común
de Estados Unidos cuando escucha o encuentra por doquier en el mundo
los gritos o letreros de "yankee, go home".
Mucho peor ha de sentirse un militar uniformado de esa nación
destacado en cualesquiera de los países del Tercer Mundo que haya
sufrido las frecuentes invasiones, ocupaciones, bombardeos y
consecuentes asesinatos de pobladores que pudieran ser familiares de
cualquier ciudadano del país donde ellos se encuentran. Allí, la
indignación alcanza, en no pocas ocasiones, justificados extremos y
reacciones incontrolables contra los militares estadounidenses.
Cuando era un niño muy pequeño, en tiempos de la Segunda Guerra
Mundial, los militares estadounidenses me inspiraban simpatía.
Mi madre trabajaba como dependienta comisionista en una tienda
propiedad de comerciantes de origen chino llamada Valencia, en La
Habana, consagrada a la venta a turistas. Mi padre se dedicaba a
"cazar" militares estadounidenses, que por entonces eran los únicos
visitantes extranjeros susceptibles de captación en La Habana, para
llevarlos a que mi madre los convirtiera en clientes de Valencia y
obtuviera la correspondiente comisión.
Como regla, los oficiales y soldados destacados en las bases
militares norteamericanas en Cuba, por esa época, procedían de
familias de ingresos superiores a la media. Tenían influencias
suficientes para ser asignados bien lejos de los campos de batalla y
relativamente cerca de sus hogares.
Por tal motivo, los oficiales y soldados yankis de quienes oía
hablar eran casi todos generosos y agradables. Sus aportes mediante
sus compras en la tienda de los chinos constituían el principal
sustento de mi familia.
Mi padre hablaba bien inglés porque procedía de un entorno
familiar de obreros tabacaleros que acostumbraban a trasladarse
todos los años a Estados Unidos durante el "tiempo muerto", para
buscar empleo temporal en fábricas de cigarros de Cayo Hueso o Tampa,
en el estado de la Florida. El viaje lo hacían en frágiles chalanas
que se dedicaban entonces a estas transportaciones y su madre (mi
abuela) llevaba consigo una máquina de coser para ayudar al sustento
familiar como costurera.
Al final de la guerra nos trasladamos todos —padre, madre y los
dos hermanos— a Tampa donde permanecimos unos nueve meses. Luego,
mis padres pretendieron quedarse definitivamente en los Estados
Unidos, pero no pudieron obtener la visa requerida. Los planes
cambiaron y regresamos a Cuba.
Fue una feliz ocurrencia para mi hermano y para mí, porque en el
barrio para negros y latinos de Ybor City donde vivíamos sufrimos en
carne propia numerosos incidentes de discriminación racial y
xenofobia y algún que otro atropello por parte de los militares con
cascos y ametralladoras que custodiaban los frecuentes ejercicios
conocidos como "blackouts" (apagones), imponiendo las medidas de
ocultamiento que a veces desafiábamos los niñitos negros y latinos.
Cuando, a finales de la década de los años cuarenta, tuvo lugar
el vergonzoso incidente de los "marines" norteamericanos que, en
estado de embriaguez, escalaron la estatua de José Martí en el
Parque Central y se orinaron allí, a la indignación que sentimos
todos los cubanos se agregó, en mi caso, un sentimiento de culpa por
haber albergado alguna vez tanta simpatía por aquellos jóvenes
militares que había conocido en "Valencia".
Ahora, tras las experiencias de la cruenta lucha insurreccional
contra una dictadura apoyada por asesores militares de Estados
Unidos en todas las fuerzas armadas y la policía, y más de medio
siglo de hostilidad y amenazas de agresión contra la Revolución en
el poder por parte del gobierno de Washington, he comprendido que no
son los militares —en tanto que seres humanos— los culpables de
todos aquellos crímenes contra los pueblos del mundo, incluido el
norteamericano, sino la cúpula oligárquica asentada en Wall Street
la que debía ser blanco del repudio mundial.
Hoy comprendo que no es con la quema de banderas de Estados
Unidos ni ofensas a sus militares, políticos, diplomáticos y demás
representantes que deben proyectarse las expresiones de rechazo y
lucha contra el imperialismo, sino ejecutando o exigiendo acciones
que afecten directamente los intereses del gran capital, las grandes
corporaciones de bancos, de medios de información, de comercio y de
la industria transnacional, que hoy manejan el mundo a su
conveniencia.