Desde el parque Céspedes, en el corazón de la capital oriental,
rodeados de esbirros y chivatos por todas partes y ante una
esmirriada concurrencia de traidores y lumpens, el asesino Rolando
Masferrer y los "candidatos electorales" del régimen batistiano se
sentían a cubierto de la acción revolucionaria y, cobardes al fin,
aprovechaban la oportunidad para vociferar por los micrófonos de la
radio todo género de insultos.
El "mitin" electorero montado por la tiranía en Santiago de Cuba
constituía un brutal desafío y una ofensa a la sensibilidad
revolucionaria de la heroica capital de Oriente.
Desde hacía varios días, en aparatoso alarde de fuerza, los
criminales "tigres" masferreristas habían instalado su cuartel
general en el hotel Casa Granda. Los "candidatos" se movían rodeados
de guardaespaldas armados de ametralladoras. La tensión se dejaba
sentir en cada rincón de Santiago.
Esa tarde, en su escondite en un lugar de la ciudad, un joven de
19 años escuchaba, impaciente y deseoso de entrar en acción, el
estridente rosario de insultos que transmitía la radio desde el
parque Céspedes. Ese joven era Josué, el menor de los hermanos País,
tan odiados como temidos por los cuerpos represivos del régimen en
la capital oriental.
Josué había cursado sus estudios en el Instituto de Segunda
Enseñanza, donde obtuvo la beca "Heredia", como alumno eminente.
Poco después matriculó la carrera de Ingeniería en la Universidad de
Oriente. Al cerrar las puertas dicho centro docente, en plena
tiranía, cursaba el primer año.
Junto a su hermano Frank, compartió los preparativos del
alzamiento del 30 de noviembre de 1956, en apoyo al desembarco del
Granma. Infortunadamente, fue detenido al amanecer del histórico día
junto al muro del Instituto de Segunda Enseñanza, cuando se disponía
a penetrar en él para disparar contra el "Moncada" con un mortero
instalado allí.
Sufrió prisión por varios meses en la cárcel de Boniato y, apenas
puesto en libertad, retornó, al igual que Frank, a las actividades
del clandestinaje. Su coraje a toda prueba estuvo presente en
numerosas acciones revolucionarias que sacudieron a Santiago en los
meses que precedieron a su asesinato.
—¡Voy para allá! ¡No puedo estar un minuto más encerrado aquí!
Era la voz de Josué, que se comunicaba desde su escondite con
unas compañeras de lucha. Estaba exaltado. Las muchachas trataron de
disuadirle, con tono enérgico, recordándole que poner un pie en la
calle equivalía a una muerte segura.
Pero Josué ya había tomado su decisión de llevar a cabo una
acción contra los esbirros. Más tarde se supo que había recibido
otra llamada telefónica y que se había citado con un compañero del
Movimiento: Salvador Pascual Salcedo, para lanzarse a la calle.
Junto a él, en la misma casa donde se ocultaba, estaba el otro
combatiente que les acompañaría: Floromilo Vistel.
Sobre las 4 de la tarde llegó a recogerles en un auto Salvador
Pascual. Partieron en él. Luego se sabría que ya en ese momento las
señales del carro y el número de la chapa habían sido denunciados a
una "micro-onda" de la policía, por el miserable a quien Pascual le
ocupara el carro, prometiéndole que le sería devuelto horas después
junto al Matadero.
Al llegar a Martí y Corona fueron interceptados. No hicieron caso
al alto, y se inició de inmediato el tiroteo y la feroz persecución.
Cuentan los testigos que el auto de los revolucionarios, ponchado
por los disparos, "volaba" por las estrechas calles de la ciudad.
Poco más adelante, en Martí y Crombet, se produjo el desenlace.
Acorralados y acribillados con ráfagas de ametralladoras desde todas
partes, cayeron en poder de los esbirros. "Floro" Vistel y Salvador
Pascual fueron rematados en el interior del vehículo. Josué fue
montado, herido, en un "jeep" de la marina. En el trayecto hasta el
Hospital, recibió un tiro de gracia en la sien. Afirman algunos
testigos que antes de ser asesinado se escuchó su voz que gritaba:
¡Viva la Revolución! ¡Viva Fidel!
Su sepelio congregó una inmensa multitud; abría la marcha Doña
Rosario, la madre, quién ordenó que el ataúd no fuese cerrado, para
que Josué "contemplase al pueblo que lo seguía".
Mientras, en su escondite clandestino, viviendo los últimos días
de su luminosa existencia, Frank País mordía en silencio su pesar.
Luego, en uno de esos arranques maravillosos y casi inexplicables,
nacidos de su personalidad profunda y sensible, escribió A mi
hermano, y al pie del título comenzó a desgranar los versos:
Nervio de hombre en cuerpo joven, coraje de valor en temple
acerado, ojos profundos y soñadores, cariño pronto y apasionado...