En un auto que se dirigía al este de la capital, al pasar por la
Virgen del Camino, el chofer de un microbús comentó a sus pasajeros,
de quienes solo le informaron que eran "gente del Ministerio de
Cultura": "Esa Virgen está hecha con todos los hierros, parece
viva". Una de las personas a las que conducía, le preguntó: "¿Y
usted sabe quién hizo la escultura?" El chofer se encogió de
hombros: "No tengo el gusto, pero quien haya sido merece mis
respetos. Ahí está". En uno de los asientos traseros, el más cómodo,
una mujer alta, cargada de años aunque de gestos vitales, iluminó su
rostro, pero no quiso que revelaran al chofer su identidad. Al
término del viaje, dijo a sus acompañantes: "Ese hombre me acaba de
dar un premio. La Virgen del Camino es tan suya como mía".
Rita Longa no concibió su tránsito por el arte para darse un
gusto personal. Lo suyo era entregar y compartir la belleza con sus
compatriotas. Y, en verdad, la vida la premió. La mayoría de sus
esculturas al aire libre forman parte del paisaje y el imaginario
popular. Pruebas mayúsculas de ello se tienen en la Aldea taína,
de Guamá, en la Ciénaga de Zapata; en la bailarina que identifica al
cabaret Tropicana, en los cervatillos que franquean el acceso al
Zoológico de la calle 26, en la Santa Rita que preside la fachada de
la iglesia de Quinta y 28, en Miramar; en la fabulosa Fuente de
las Antillas, que distingue los nuevos tiempos en la ciudad de
Las Tunas.
Este jueves 14 de junio se cumplen cien años del nacimiento de
Rita Longa. Aunque a partir de 1928 recibió clases de Juan José
Sicre en San Alejandro y poco después asistió al taller de Isabel
Chapottin en el Lyceum, puede decirse que su formación fue
autodidacta, conquistada primero por el modelado en barro y yeso y
luego por el mármol, la madera y la piedra.
Dentro de las convenciones realistas que dictaron la pauta del
arte escultórico de la Isla durante casi toda la primera mitad del
siglo pasado, Rita poco a poco fue haciéndose de códigos propios,
advertidos por el público y la crítica a partir de la exposición que
desplegó en el Lyceum en 1944 y reafirmados en obras de utilidad
pública como Ciencia y fe (1946), en el actual Hospital
Oncológico; el bronce Ilusión (1950), instalado en el cine
Payret; y la composición Forma, espacio y luz (1953), para el
Palacio de Bellas Artes. De tal modo supo encontrar el vuelo de la
poesía de las formas.
Al triunfo de la Revolución, acontecimiento al que se entregó a
plenitud con renovadas fuerzas desde su ya bien ganado prestigio,
Rita firmó una obra que merece una atención mayor, Muerte del
cisne, en el entonces flamante Teatro Nacional.
Con energías multiplicadas no solo legó la ya citada Aldea
taína, junto al arquitecto Mario Girona, sino numerosas piezas
monumentarias y ornamentales, homenajes a próceres y sentimientos
patrióticos y solidarios, y, con verdadera pasión, creó el Taller
Guamá y encabezó las labores de la Comisión Nacional para el
Desarrollo de la Escultura Monumentaria y Ambiental (CODEMA).
Como parte de esa labor fomentó de manera particular la siembra
de esculturas en Las Tunas, ciudad de la región oriental en la que
se sintió como en un segundo hogar.
Laureada con el Premio Nacional de las Artes Plásticas en 1995 y,
un año después, con la Orden Félix Varela concedida por el Consejo
de Estado, Rita falleció en mayo del 2000 en la capital.
Su razón ética, expresada en las siguientes palabras, debe ser
lección para los artistas de hoy y de mañana: "Las personas conocen
mi obra porque la están viendo desde hace más de 60 años y esa es la
única razón que doy a mi popularidad. Es el tiempo, la reiteración,
lo que impone la obra de un artista. No importa si se recuerda su
nombre o no. El trabajo es lo que queda".