Centenario de Rita Longa

El vuelo de la poesía de las formas

VIRGINIA ALBERDI BENÍTEZ

En un auto que se dirigía al este de la capital, al pasar por la Virgen del Camino, el chofer de un microbús comentó a sus pasajeros, de quienes solo le informaron que eran "gente del Ministerio de Cultura": "Esa Virgen está hecha con todos los hierros, parece viva". Una de las personas a las que conducía, le preguntó: "¿Y usted sabe quién hizo la escultura?" El chofer se encogió de hombros: "No tengo el gusto, pero quien haya sido merece mis respetos. Ahí está". En uno de los asientos traseros, el más cómodo, una mujer alta, cargada de años aunque de gestos vitales, iluminó su rostro, pero no quiso que revelaran al chofer su identidad. Al término del viaje, dijo a sus acompañantes: "Ese hombre me acaba de dar un premio. La Virgen del Camino es tan suya como mía".

Forma, espacio y luz, obra de Rita Longa.

Rita Longa no concibió su tránsito por el arte para darse un gusto personal. Lo suyo era entregar y compartir la belleza con sus compatriotas. Y, en verdad, la vida la premió. La mayoría de sus esculturas al aire libre forman parte del paisaje y el imaginario popular. Pruebas mayúsculas de ello se tienen en la Aldea taína, de Guamá, en la Ciénaga de Zapata; en la bailarina que identifica al cabaret Tropicana, en los cervatillos que franquean el acceso al Zoológico de la calle 26, en la Santa Rita que preside la fachada de la iglesia de Quinta y 28, en Miramar; en la fabulosa Fuente de las Antillas, que distingue los nuevos tiempos en la ciudad de Las Tunas.

Este jueves 14 de junio se cumplen cien años del nacimiento de Rita Longa. Aunque a partir de 1928 recibió clases de Juan José Sicre en San Alejandro y poco después asistió al taller de Isabel Chapottin en el Lyceum, puede decirse que su formación fue autodidacta, conquistada primero por el modelado en barro y yeso y luego por el mármol, la madera y la piedra.

Dentro de las convenciones realistas que dictaron la pauta del arte escultórico de la Isla durante casi toda la primera mitad del siglo pasado, Rita poco a poco fue haciéndose de códigos propios, advertidos por el público y la crítica a partir de la exposición que desplegó en el Lyceum en 1944 y reafirmados en obras de utilidad pública como Ciencia y fe (1946), en el actual Hospital Oncológico; el bronce Ilusión (1950), instalado en el cine Payret; y la composición Forma, espacio y luz (1953), para el Palacio de Bellas Artes. De tal modo supo encontrar el vuelo de la poesía de las formas.

Al triunfo de la Revolución, acontecimiento al que se entregó a plenitud con renovadas fuerzas desde su ya bien ganado prestigio, Rita firmó una obra que merece una atención mayor, Muerte del cisne, en el entonces flamante Teatro Nacional.

Con energías multiplicadas no solo legó la ya citada Aldea taína, junto al arquitecto Mario Girona, sino numerosas piezas monumentarias y ornamentales, homenajes a próceres y sentimientos patrióticos y solidarios, y, con verdadera pasión, creó el Taller Guamá y encabezó las labores de la Comisión Nacional para el Desarrollo de la Escultura Monumentaria y Ambiental (CODEMA).

Como parte de esa labor fomentó de manera particular la siembra de esculturas en Las Tunas, ciudad de la región oriental en la que se sintió como en un segundo hogar.

Laureada con el Premio Nacional de las Artes Plásticas en 1995 y, un año después, con la Orden Félix Varela concedida por el Consejo de Estado, Rita falleció en mayo del 2000 en la capital.

Su razón ética, expresada en las siguientes palabras, debe ser lección para los artistas de hoy y de mañana: "Las personas conocen mi obra porque la están viendo desde hace más de 60 años y esa es la única razón que doy a mi popularidad. Es el tiempo, la reiteración, lo que impone la obra de un artista. No importa si se recuerda su nombre o no. El trabajo es lo que queda".

 

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