Crónica de un espectador

El artista

ROLANDO PÉREZ BETANCOURT
rolando.pb@granma.cip.cu

En tiempos de aparatosos efectos especiales y sonidos brotando hasta por los poros de cualquier aparato electrónico, los cineastas franceses viran el tablero al revés y ganan una partida inaudita con un filme que ––pudiera pensarse por lo que narra–– debió producir Hollywood.

El artista puede verse durante el 15 Festival de cine francés.

Pero nada de reproches, porque ahí está la universalidad del cine como la mejor respuesta para todo el que se cuestione cómo la industria norteamericana no concibió esta cinta que, siendo francesa, atrapa un momento culminante del cine recreado en este lado del océano.

Desde sus primeras apariciones en Festivales, las noticias dieron a conocer la fascinación ejercida en el público por El artista, un filme mudo, en blanco y negro, que al tiempo que le rendía un homenaje a los años locos del silente ––previos a la llegada del sonoro––, era capaz de seducir mediante una historia ubicada en Hollywood y de sobra tratada por cineastas, críticos e historiadores: el trauma que para actores y directores resultó la irrupción de la palabra fílmica.

La mismísima Greta Garbo se estremeció por aquellos días en que probarse ante un micrófono fue un imperativo, incluso para una megaestrella como ella, y directores de valía se vieron obligados a ejercer otros oficios (como los pastelitos que vendió Georges Méliès), simplemente porque después de llegar el sonoro, el cine se transformó en un entramado creativo con otros vuelos.

El desafío estético es un elemento de primer orden en El artista (2011), dirigido por Michel Hazanavicius, ganador de los principales premios de la Academia de Hollywood, y muchísimos otros galardones más, pletórico de excelentes actuaciones y con dos de ellas memorables, la de Jean Dujardín y Bérénice Béjo, él como George Valentín, el clásico estrellón adulado por el público y bastante vanidoso, y ella en la piel de Peppy Miller, una admiradora sensible y disparatada, que comienza de extra, pero que gracias a su talento y el trampolín del sonoro escala cimas impensables, mientras su ídolo se niega a dar el salto hacia los nuevos tiempos.

Melodrama ligero con pinceladas humorísticas, narrado en buena medida igual a como se hacía en tiempos de nuestros padres y abuelos, historia sentimental bastante predecible en esa eterna combinación dramática que conforman la fama y el fracaso y, sin embargo, una película encantadoramente poética para todos aquellos que sean capaces de asumirla en su trascendencia de reto artístico —fotografía, reconstrucción y espíritu de una época–– y, principalmente, que tengan el cine calado hasta los huesos.

No olvidemos que nuestros días están invadidos de filmes con presupuestos millonarios, estrepitosamente sonoros y desbordados de coloridos y efectos especiales, que los convierten más en componendas tecnológicas dirigidas a satisfacer un gusto comercial ampliamente condicionado, que en un hecho artístico.

Se cae de la mata entonces la pregunta de cómo se comportará ante el silencio y otros códigos ¿viejos?, emanados de El artista, un tipo de espectador delineado en este presente espectacular.

No tengo una respuesta absoluta, pero sí la convicción de que aquellos que realmente saben lo que es el cine, conozcan de sus amores, sus nostalgias, sus invitaciones a la emoción y al razonamiento, se quitarán el sombrero.

 

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