Pero nada de reproches, porque ahí está la universalidad del cine
como la mejor respuesta para todo el que se cuestione cómo la
industria norteamericana no concibió esta cinta que, siendo
francesa, atrapa un momento culminante del cine recreado en este
lado del océano.
Desde sus primeras apariciones en Festivales, las noticias dieron
a conocer la fascinación ejercida en el público por El artista,
un filme mudo, en blanco y negro, que al tiempo que le rendía un
homenaje a los años locos del silente ––previos a la llegada del
sonoro––, era capaz de seducir mediante una historia ubicada en
Hollywood y de sobra tratada por cineastas, críticos e
historiadores: el trauma que para actores y directores resultó la
irrupción de la palabra fílmica.
La mismísima Greta Garbo se estremeció por aquellos días en que
probarse ante un micrófono fue un imperativo, incluso para una
megaestrella como ella, y directores de valía se vieron obligados a
ejercer otros oficios (como los pastelitos que vendió Georges Méliès),
simplemente porque después de llegar el sonoro, el cine se
transformó en un entramado creativo con otros vuelos.
El desafío estético es un elemento de primer orden en El
artista (2011), dirigido por Michel Hazanavicius, ganador de los
principales premios de la Academia de Hollywood, y muchísimos otros
galardones más, pletórico de excelentes actuaciones y con dos de
ellas memorables, la de Jean Dujardín y Bérénice Béjo, él como
George Valentín, el clásico estrellón adulado por el público y
bastante vanidoso, y ella en la piel de Peppy Miller, una admiradora
sensible y disparatada, que comienza de extra, pero que gracias a su
talento y el trampolín del sonoro escala cimas impensables, mientras
su ídolo se niega a dar el salto hacia los nuevos tiempos.
Melodrama ligero con pinceladas humorísticas, narrado en buena
medida igual a como se hacía en tiempos de nuestros padres y
abuelos, historia sentimental bastante predecible en esa eterna
combinación dramática que conforman la fama y el fracaso y, sin
embargo, una película encantadoramente poética para todos aquellos
que sean capaces de asumirla en su trascendencia de reto artístico
—fotografía, reconstrucción y espíritu de una época–– y,
principalmente, que tengan el cine calado hasta los huesos.
No olvidemos que nuestros días están invadidos de filmes con
presupuestos millonarios, estrepitosamente sonoros y desbordados de
coloridos y efectos especiales, que los convierten más en
componendas tecnológicas dirigidas a satisfacer un gusto comercial
ampliamente condicionado, que en un hecho artístico.
Se cae de la mata entonces la pregunta de cómo se comportará ante
el silencio y otros códigos ¿viejos?, emanados de El artista,
un tipo de espectador delineado en este presente espectacular.
No tengo una respuesta absoluta, pero sí la convicción de que
aquellos que realmente saben lo que es el cine, conozcan de sus
amores, sus nostalgias, sus invitaciones a la emoción y al
razonamiento, se quitarán el sombrero.