Mencionarlo
es revivir páginas de una historia reciente que perdona pero nunca
olvida. Leerlo supone una humillación a la inteligencia humana y una
indignación que arde eternamente en la memoria mutilada de aquellos
que sufrieron la represión y la intolerancia política. Ver entonces
que, años después, admita con vil alevosía que bajo su mandato
fueron asesinados entre "siete mil u ocho mil personas", es un
insulto. Y más aberrante aún, que desaparecieron los cuerpos para
evitar "protestas dentro y fuera del país".
Tales confesiones pertenecen al dictador argentino Jorge Rafael
Videla, que gobernó entre los años 1976 y 1983, y dejó un pasado
marcado por las desapariciones, robos de bebés, persecuciones,
torturas y otras violaciones a los derechos humanos, que le eran
funcionales al sistema de dominación de la época en su intento de
alejar todo lo que oliera a justicia e igualdad social.
Años después, Videla reaparece asegurando que la muerte de estas
personas era "el precio que había que pagar para ganar la guerra
contra la subversión", tal como le comentó al periodista Ceferino
Reato para su libro Disposición Final, la confesión de Videla
sobre los desaparecidos.
En entrevistas realizadas entre octubre del 2011 y marzo del
2012, en la cárcel federal de Campo de Mayo, Videla sostuvo que
"cada desaparición puede ser entendida ciertamente como el
enmascaramiento, el disimulo, de una muerte".
"No había otra solución", sostuvo, y expresó que en el régimen
"necesitábamos que no fuera evidente para que la sociedad no se
diera cuenta. Había que eliminar a un conjunto grande de personas
que no podían ser llevadas a la justicia ni tampoco fusiladas".
Videla resume así un modus operandi que sigue siendo para los
argentinos una herida abierta. (Laura Bécquer Paseiro)