Desde Haití

A la hora señalada

AMELIA DUARTE DE LA ROSA, enviada especial

Foto de la autoraEn Puerto Príncipe hay pocos relojes, nada alarmante en una ciudad en la que el tiempo parece no avanzar. Todo sucede en calma. Los minutos se extienden, los horas se ralentizan, las semanas parecen meses y los meses años. Dudo mucho que exista otro lugar donde la lentitud sea tan característica de un estilo de vida. En un mundo apresurado, Haití marca la diferencia. Los haitianos tienen conciencia de que es imposible acelerar las 24 horas del día.

Quizás por eso hasta las emisoras de radio han conspirado en contra de dar la hora. Para los que nos hemos acostumbrado a llevar atados en la muñeca un reloj, ese menudo picapedrero que —como diría Cortázar— viene con la obligación de darle cuerda y la obsesión de atender a la hora exacta, resulta difícil sintonizarlo en el tiempo. Hay que acomodarlo entonces a un sistema de asociaciones cotidianas. Si el tránsito se congestiona en dirección al centro de la ciudad son pasadas las cuatro, si en la tarde noche las calles comienzan a vaciarse son cerca de las ocho.

Existe, sin embargo, en esta ciudad sin tiempo, un reloj famoso. Uno cuyas manecillas quedaron suspendidas hace exactamente dos años en los 53 minutos de la cuarta hora de la tarde. El terremoto sacudió a Puerto Príncipe pero, como si tuviera conciencia de la falta de relojes, paró las agujas de la torre de una iglesia en Petion Ville para dejar la constancia de su momento.

A un grupo de cubanos, la existencia del reloj y su hora nos llenaba de curiosidad, así que decidimos buscar el sempiterno péndulo. Nuestro guía, un médico de Villa Clara casi haitiano por conocimiento y devoción a esta tierra, nos condujo hasta el lugar donde se señalaba la catastrófica hora. Eran exactamente las 4 y 53 pasado meridiano. El silencio y la imaginación nos atravesaron a todos. En medio del embeleso, el minutero comenzó a moverse ¡El reloj ya no estaba roto! ¡No podíamos creer que habíamos llegado justo en el momento que buscábamos!

La experiencia nos produjo cierta conmoción, una sonrisa cómplice se dibujó en todos los rostros. Creíamos haber sido víctimas felices de la eventualidad. Aun así, ese día me quedé con la suerte dudosa de no haber distinguido si en realidad, esta historia fue producto de una casualidad arrebatadora o de un reloj que, a falta de coterráneos, sabe robarse el protagonismo del tiempo. En definitiva, en esta ciudad real y maravillosa, todo puede suceder.

 

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