En
una entrevista publicada en el diario francés Liberación el pasado 3
de marzo, Michel Rocard, de 81 años de edad, primer ministro con
François Miterrand, declaró: "Mi conclusión es que el desarrollo
desigual conducirá a una guerra civil. Esto plantea cuestiones
importantes para Grecia: ¿Cómo es posible celebrar elecciones en
este contexto? ¿Cómo se puede gobernar cuando dicen a la gente que
tienen que sacrificar el 25 % de su sueldo durante los próximos diez
años para pagar la deuda? Nadie habla de esto, pero la única salida
del problema griego es mediante el poder militar".
Tres días más tarde, el periódico español El País publicó un
artículo del sociólogo Ignacio Sotelo sobre la crisis griega. El
artículo llegaba a la siguiente conclusión: "Existe el peligro de
que la democracia se destruya por un proceso de transición al borde
de la revolución social. La radicalización que podría traer este
proceso no sería tolerada por las clases altas de Grecia y muy
probablemente ni por sus socios europeos y esto les obliga a
justificar alguna forma de intervención militar". En la misma línea
se expresaron varios medios británicos: "Temor por un golpe en
Grecia mientras va al colapso económico" (Daily Express).
No deberíamos subestimar estas afirmaciones como excesos
delirantes. A pesar de las enormes dificultades, la discontinuidad y
la falta de dirección del movimiento popular y el horror social que
se propaga a un ritmo acelerado (y que no puede ser desactivado por
unas elecciones que son una tumba sin esperanza) hacen que la
explosión social sea inevitable. La cuestión no es si sucederá, sino
cuándo, cómo y cuál será el resultado.
Cinco años después de la caída de la primera ficha del dominó,
que era el mercado inmobiliario de Estados Unidos, ya está claro que
el capitalismo global está inmerso en una crisis sin precedentes,
una crisis estructural y sin salida visible. Por primera vez en su
historia, no puede ofrecer ninguna idea positiva a las clases
populares, ni un Estado del Bienestar producto de un "New Deal", ni
la "grandeza nacional" del fascismo, ni la sociedad consumista de
los treinta "gloriosos" años de la posguerra, ni siquiera un
"capitalismo popular" de crédito fácil y acciones. Es el auge del
neoliberalismo. Lo único que se promete es sangre y lágrimas en una
pesadilla espiral descendente de "devaluación interna" en la que los
franceses se convertirán en griegos, los griegos en búlgaros y los
búlgaros en chinos.
En este contexto, la última Gran Idea del sistema, la batalla que
le queda, es el miedo. La única lucha que se permite es la lucha
contra nuestro vecino por la supervivencia, en un mundo donde "el
hombre se convertirá en lobo para el hombre". Semejante universo
social, según previó Hobbes en su obra El Leviatán, puede
generar la legitimidad de un nuevo tipo de totalitarismo, sobre todo
si los levantamientos de la clase proletaria adoptan formas
desesperadas como un "Los Ángeles" o un "Talón de Hierro",
aterrorizando a la pequeña burguesía con la ayuda de una anarquía
verdadera o construida.
Los malos presagios se van acumulando. El pasado domingo, la
publicación Observer informó que las empresas constructoras más
importantes de Gran Bretaña, posiblemente en colaboración con la
policía y los servicios secretos del MI5, han formado una
organización mafiosa paraestatal para seguir a trabajadores de
izquierda y a sindicalistas, a quienes incluyen en una lista negra
para impedirles que encuentren trabajo. Gobiernos de "tecnócratas"
no elegidos, sino nombrados por Berlín, abolición de los convenios
colectivos (algo que ni la Junta Militar hizo), la guerra química
contra los manifestantes pacíficos, arrestos y juicios a menores de
edad a quienes se les aplica la ley antiterrorista, las
declaraciones de los paquidermos del Gobierno sobre la conveniencia
de que los tanques custodien los bancos... ¿Qué otra cosa es todo
esto, sino un lento movimiento hacia una deriva autoritaria?
El desplazamiento del capitalismo desde la "destrucción creativa"
a la "evolución desastrosa" socava los fundamentos de la política
tradicional reformista, es decir, la bipolaridad de que el partido
hace la política parlamentaria en el parlamento y los sindicatos la
lucha económica para el crecimiento. Se plantea la necesidad de otro
tipo de política de izquierda, enfocada hacia la política —y hacia
la lucha a nivel nacional para solucionar los problemas sociales—,
no en un sentido de movimiento guerrillero, pero sí dando la
sensación de contar con un plan de poder hegemónico para la
renovación popular y democrática del país.
Independientemente de los desacuerdos estratégicos, las fuerzas
de izquierda tienen que crear un frente amplio de defensa de las
libertades populares y democráticas, creando los mecanismos
necesarios (a nivel de contrainformación, organización y guardia de
las luchas, vigilancia del enemigo, autodefensa popular, etc.) en
favor de la calidad de lucha, la solidaridad y la moral de las
contiendas populares. En caso contrario, todos nos mereceremos
nuestro destino.