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Sobre la Plaza de la Revolución José Martí se extendió ayer un
abrazo de júbilo plural. Desde las tres de la madrugada, la
explanada comenzó a ser rodeada por niños, jóvenes, adultos y
ancianos que, impulsados por el fervor o el respeto, desde
posiciones religiosas o no, convirtieron el sitio en una
reafirmación de afecto hacia el Pastor Universal de la Iglesia
Católica, Benedicto XVI.
La oportunidad convocó a los educados en valores humanistas y
trascendió todo tipo de fronteras.
Unidos en la caridad —para los religiosos como virtud cristiana,
para los no religiosos como actitud solidaria—, hermanos de
múltiples naciones hicieron ondear sus banderas en la histórica
Plaza cubana, reflejo de una diversidad aunada en torno a ideas de
hermandad y nobleza.
Entre los congregantes cubanos, no pocos mostraban en el pecho un
identificativo con su lugar de procedencia, como alegato de las
largas distancias vencidas para estar en el lugar y el momento
justos en que el corazón de la capital recibiría la palabra del Sumo
Pontífice.
Y las ocho y media de la mañana marcaron la hora esperada:
comenzaron a correr las voces de "el Papa está ahí", y abrieron los
aplausos. Benedicto XVI, dentro de su vehículo, atravesó por entre
los bloques de personas que sumaban decenas de miles, para
corresponder a tanto afecto compactado. Quien en puntillas de pies
alcanzó a ver su imagen, se sintió en extremo agradecido.
Acaso para estar en igualdad de condiciones con el ambiente
diáfano dominante en la tierra, el cielo se vació de nubes, lo que
impulsó a algunos a sacar sus sombrillas para atenuar el ahínco del
sol, y a otros muchos a corear que las bajaran, casi con la misma
intensidad que alzaban vivas y consignas dedicadas a Su Santidad. El
único objetivo: no perder la oportunidad histórica de ver al menos
la silueta del Santo Padre, con ojos propios.
Más aún aumentaron el gozo y el honor de los presentes cuando, al
iniciar la Santa Misa, Su Santidad afirmó sentir gran alegría por
estar allí y presidir la festividad. En ese justo instante, una
cristiana que elevaba la vista para dar gracias descubrió en alta
voz: ¡Qué linda la bandera!, y señaló hacia la enseña nacional que
batía impetuosa sus azules, blancos y rojo.
Desde el fondo del altar, penetraba en la multitud la mirada de
José Martí que, pese a ser de mármol, nunca es de piedra fría, y a
un costado su pensamiento volvía a ser del presente: "En la cruz
murió el hombre en un día; pero se ha de aprender a morir en la cruz
todos los días".
Entonces fue imposible dejar de sentir el espíritu de comunión,
ese que para los fieles católicos constituye un sacramento, y que
para el pueblo cubano, conformado por creyentes y no creyentes,
significa saber, defender y disfrutar estar juntos, porque todo lo
esencial nos une.