Lo mismo clavados en sus troncos que colgados en sus ramas, en
formato múltiple o sencillo, se leen los carteles de "¡Vendo,
permuto o me reduzco!", "Tengo y necesito... ".
Y es que los efectos de la flexibilización de la Ley General de
la Vivienda —a partir de la implementación del Decreto-Ley 288— no
son mesurables, únicamente, en términos estadísticos.
El impacto de las medidas trasciende las cifras y se ubica en
otros aspectos como la fisonomía de las ciudades; y ello no solo por
el florecimiento de anuncios y propagandas encaminados hacia la
transmisión de la propiedad de esos inmuebles, sino también por el
impulso al reordenamiento urbanístico que contemplan las nuevas
regulaciones.
A lo largo de los años, ya como solución a problemas
habitacionales o por simples "cuestiones de estilo", la imaginería
individual ha confraternizado con la indisciplina y ha incidido
sobre la tipología e imagen de viviendas y ciudades, transformando
el ordenamiento urbanístico tradicional en una ciencia criolla,
autodidacta, forjada al calor de la espontaneidad y la oscilación de
las condiciones materiales para la construcción o rehabilitación de
los hogares.
Precisamente, mediante procedimientos incluidos en el Decreto-Ley
288, como la actualización e inscripción de los Títulos de dominio
en los Registros de Propiedad de la Vivienda o la subsanación de
errores en las Notarías, se prevé fortalecer los mecanismos legales
para la restauración del orden en las construcciones que así lo
ameriten.
Y es que actualmente, aunque las multas aumenten y se redoble el
esfuerzo que de conjunto realizan —entre otros organismos— los
Institutos de Planificación Física y Nacional de la Vivienda y la
Oficina del Arquitecto de la Comunidad, las violaciones
constructivas y urbanísticas persisten, hijas de un largo periodo de
permisibilidad indebida.
La urbanización y expansión ordenada de los territorios no debe
ser entendida como un fenómeno aislado, en tanto concilian progreso
económico, la calidad de vida y mejoras medioambientales.
En ese sentido, no solo urge fomentar la cultura urbanística de
la población, sino también el rigor y la disciplina de los agentes
institucionales encargados de velar por el cumplimiento de las
regulaciones constructivas.
El óptimo aprovechamiento de la superficie de la Isla, no solo
para la construcción de viviendas, sino también con otros fines, no
dependerá únicamente de las disposiciones de los organismos
estatales, sino también de la responsabilidad con que se asuman los
proyectos individuales.
En la década del treinta, Pablo de la Torriente Brau escribió
La Habana, ciudad de los kilos, reportaje que denunciaba el
desdeñable estado en que se desarrollaba la sociedad de entonces.
Otros escritores, como Alejo Carpentier también la describieron. "La
ciudad de las columnas", le llamó este último.
Afortunadamente, con el triunfo revolucionario el apelativo de
Pablo perdió significado, y en sentido contrario, el del maestro
cubano-francés también lo hizo.
De tal suerte, La Habana puede ser hoy la ciudad de las rejas, de
los quioscos o los anuncios, condición que podría extenderse a otras
localidades del país donde la creatividad residencial ha florecido
por encima de las regulaciones estipuladas para cada uno de estos
elementos. No debe ser el deber común de velar por las condiciones
de desarrollo de la sociedad, vasallo de la subjetividad individual
y del albedrío egoísta.