A dos años del terremoto

Entierros de culto

AMELIA DUARTE DE LA ROSA, enviada especial

El culto a la muerte y las formas de enfrentarla han sido, durante siglos, elementos idiosincráticos de numerosas culturas del mundo. La creencia de una vida después del último suspiro físico ha motivado en el hombre distintas conductas psicológicas y sociológicas que han variado según el contexto, la época y la religión. De ahí que muchos rituales funerarios, estrechamente relacionados con la negación de la muerte y tan antiguos como el ser humano mismo, se preocupen por el destino o la permanencia del espíritu.

Foto de la autoraEs una costumbre generalizada ubicar las tumbas al costado de la carretera y al lado de las casas.

En Haití, por ejemplo, la muerte no se considera el final de la vida. Para sus habitantes la idea de inmortalidad viene fundamentada mayormente en los preceptos de la religión vudú, que practica alrededor de dos tercios de la población. Conocido como el país de los muertos vivientes debido a las historias de zombies, mito legendario del vudú que Hollywood popularizó y desnaturalizó de su esencia real, el pueblo rinde homenaje y culto a sus muertos de una manera peculiar.

A lo largo de toda la nación existen miles de cementerios con similares características constructivas. Fortificados prácticamente al estilo medieval, los camposantos están delimitados por gruesos muros que guardan celosamente los cadáveres que ahí descansan. No obstante, fuera de la capital, es común también encontrar las tumbas a campo abierto y en los patios, a pocos metros de la casa.

Los sarcófagos no poseen, como es frecuente, monumentos u obras de arte. Pintados de colores vivos, se erigen como pequeñas casas sin puertas y ventanas o como mausoleos completamente enrejados e impenetrables. Son pesados bloques de concreto que pretenden encerrar al cuerpo y así evitar que sea víctima de los rituales mágicos de los houngan, bokor o hechiceros vudú, quienes —de acuerdo con la creencia—, pueden resucitar a un muerto y convertirlo en su esclavo o en un ser inconsciente que vaga sin voluntad propia.

La preocupación por el descanso después de la muerte ha hecho que los haitianos gasten mucho en la construcción de los nichos. Aun cuando la pobreza se sienta con muchos de ellos en la mesa, el dinero para la protección de sus difuntos es prioridad. Incluso si la economía no permite la fabricación de tumbas seguras, los finados se entierran a la orilla de carreteras y vías concurridas, bajo la mirada de los transeúntes. La cremación, mucho más económica como se pudiera pensar, no está concebida dentro de los credos de la población.

Por otra parte, los velorios tienen un carácter alegre y multitudinario. El último adiós —que puede durar varios días—, se caracteriza por la elegancia en el vestir de toda la comunidad y una música de banda que acompaña la procesión hacia el lugar donde descansarán los restos. Esta costumbre festiva de despedir a los muertos tiene su punto cimero todos los 2 de noviembre, cuando el pueblo conmemora el día de los difuntos. La celebración es una feria de carácter religioso donde las calles se llenan de música, ofrendas y personas vestidas de rojo y negro, considerados los colores de los espíritus.

Sin embargo, hace dos años los cultos y rituales de enterramiento acontecieron de manera apresurada. No podía ser de otra forma. El terremoto del 12 de enero provocó que más de 300 mil cadáveres yacieran en fosas comunes abiertas y sin la protección reclamada por la tradición. Otro día de conmemoración por las almas caídas se sumó al calendario.

Completamente diferentes a las ceremonias de cada 2 de noviembre, los 12 de enero son para el pueblo haitiano días de luto, solemnidad y calma. Miles de personas lloran a sus muertos, rezan oraciones y colocan en las calles ramos de flores, mensajes o fotos de sus seres queridos: esos que por la premura no pudieron tener una tumba, que viven en el recuerdo y que, por desgracia, no descansan como deberían.

 

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