En Haití, por ejemplo, la muerte no se considera el final de la
vida. Para sus habitantes la idea de inmortalidad viene fundamentada
mayormente en los preceptos de la religión vudú, que practica
alrededor de dos tercios de la población. Conocido como el país de
los muertos vivientes debido a las historias de zombies, mito
legendario del vudú que Hollywood popularizó y desnaturalizó de su
esencia real, el pueblo rinde homenaje y culto a sus muertos de una
manera peculiar.
A lo largo de toda la nación existen miles de cementerios con
similares características constructivas. Fortificados prácticamente
al estilo medieval, los camposantos están delimitados por gruesos
muros que guardan celosamente los cadáveres que ahí descansan. No
obstante, fuera de la capital, es común también encontrar las tumbas
a campo abierto y en los patios, a pocos metros de la casa.
Los sarcófagos no poseen, como es frecuente, monumentos u obras
de arte. Pintados de colores vivos, se erigen como pequeñas casas
sin puertas y ventanas o como mausoleos completamente enrejados e
impenetrables. Son pesados bloques de concreto que pretenden
encerrar al cuerpo y así evitar que sea víctima de los rituales
mágicos de los houngan, bokor o hechiceros vudú,
quienes —de acuerdo con la creencia—, pueden resucitar a un muerto y
convertirlo en su esclavo o en un ser inconsciente que vaga sin
voluntad propia.
La preocupación por el descanso después de la muerte ha hecho que
los haitianos gasten mucho en la construcción de los nichos. Aun
cuando la pobreza se sienta con muchos de ellos en la mesa, el
dinero para la protección de sus difuntos es prioridad. Incluso si
la economía no permite la fabricación de tumbas seguras, los finados
se entierran a la orilla de carreteras y vías concurridas, bajo la
mirada de los transeúntes. La cremación, mucho más económica como se
pudiera pensar, no está concebida dentro de los credos de la
población.
Por otra parte, los velorios tienen un carácter alegre y
multitudinario. El último adiós —que puede durar varios días—, se
caracteriza por la elegancia en el vestir de toda la comunidad y una
música de banda que acompaña la procesión hacia el lugar donde
descansarán los restos. Esta costumbre festiva de despedir a los
muertos tiene su punto cimero todos los 2 de noviembre, cuando el
pueblo conmemora el día de los difuntos. La celebración es una feria
de carácter religioso donde las calles se llenan de música, ofrendas
y personas vestidas de rojo y negro, considerados los colores de los
espíritus.
Sin embargo, hace dos años los cultos y rituales de enterramiento
acontecieron de manera apresurada. No podía ser de otra forma. El
terremoto del 12 de enero provocó que más de 300 mil cadáveres
yacieran en fosas comunes abiertas y sin la protección reclamada por
la tradición. Otro día de conmemoración por las almas caídas se sumó
al calendario.
Completamente diferentes a las ceremonias de cada 2 de noviembre,
los 12 de enero son para el pueblo haitiano días de luto, solemnidad
y calma. Miles de personas lloran a sus muertos, rezan oraciones y
colocan en las calles ramos de flores, mensajes o fotos de sus seres
queridos: esos que por la premura no pudieron tener una tumba, que
viven en el recuerdo y que, por desgracia, no descansan como
deberían.