PUERTO
PRÍNCIPE.—Si considerables fueron los daños y perjuicios que al país
entero causó el terremoto de enero del 2010, la capital intenta
levantarse de las ruinas poco a poco. Con la llegada de la última
hoja del calendario, los postes anunciadores, parques y calles se
invadieron de carteles, luces y decoraciones que recrearon el
espíritu festivo de esas fechas.
Sin embargo, el colorido solo le dio el calificativo de vieja
coqueta a la ciudad. Todavía quedan construcciones semiderrumbadas y
en las calles permanecen montañas de escombros y enormes basureros.
En medio de plazoletas y parques —que otrora fueron espacios
recreativos, de homenaje a los héroes y de embellecimiento urbano—
viven cientos de personas en chabolas o tiendas de campañas armadas
con nailon y retazos de madera.
La situación continúa siendo precaria para los desplazados,
desheredados de su condición histórica social. Sin acceso al agua
potable y con altos niveles de insalubridad y pobreza, en muchos
rostros asoman gritos silenciosos de inconformidad y descontento.
Pero también la ciudad tiene su voz y no solo en la
superabundancia de sonoridad que irrumpe a todas horas en cualquier
lugar. Paredes, muros, puertas y baños públicos escritos, manchados,
tachados una y mil veces, vociferan, defienden y proclaman lo
innombrable, lo que solo circula como rumor.
Ahí están los mensajes a la vista de todos: la lucha simbólica
contra la
MINUSTAH, los estragos del cólera, las pintadas de corte político
y social, la infinita sucesión de enunciados referidos a la
religiosidad, la paz y la resistencia. En Puerto Príncipe, los
grafitis transgreden los límites de la propiedad pública y privada,
entretejen discursos de una manera desordenada y pintoresca, asumen
el papel de portavoces anónimos de la sociedad.
Nadie sabe quién los pinta y la complicidad no los delata.
Aparecen de la noche a la mañana y las varias manos de pinturas que
echan sobre ellos no compiten con la obstinación de este lenguaje
extraoficial, hecho a base de aerosol, tiza o carbón. Durante años
han tomado la metrópoli por asalto para convertir lo siniestro en un
acto creativo.
Y es en esa intención de querer expresar, de una forma natural,
distintos puntos de vista, donde se distinguen los estilos. Algunos
forman parte de la cultura hip hop, contienen dibujos de colores
llamativos y pequeños versos. La mayoría son más directos, emergen
escritos con un solo color y en un estilo apresurado, como si la
crudeza de la denuncia no contara con el beneficio de los minutos.
Hoy también podría llamarse a Puerto Príncipe una ciudad de
grafitis. Una ciudad que manifiesta públicamente su decadencia y sus
deseos de encontrar el camino para resurgir. ¡Ojalá así sea! No
obstante, los grafitis —quizás con otros sentidos— permanecerán y
seguirán siendo comunes.