Como
quien aspira una bocanada de aire cálido o se abandona a los goces
del amor en pleno verano, así cantaba Cesaria Évora. Todo muy
natural, sin pretensiones. O mejor dicho, con la pretensión de
escucharse a sí misma, de exorcizar con su canto los demonios de la
melancolía que cada tarde se adueñaba de la taberna donde los
pescadores de Mindelo, pequeña localidad al norte de la isla
caboverdiana de San Vicente, bebían cerveza para que los cuerpos
olvidaran los rigores de la faena diaria.
Alguna vez José da Silva, quien la lanzó al mundo, me contó que
si hubiera sido por ella, la cantante jamás habría mostrado su arte
más allá de Mindelo. Tan a gusto se hallaba entre los suyos, con los
pies descalzos y deformes, los cigarrillos que quemaba sin parar y
el silencio aprobatorio de los parroquianos cada vez que entonaba
una morna, ese cruce de fado portugués, bolero caribeño y copla
africana que le da un sentido muy particular al sonido de las islas.
Aunque también, entre morna y morna, salía con una coladera, su
versión bailable.
A fines de los 80, Cizé, como la llamaban desde niña, comenzó a
convertirse en Cesaria Évora, o simplemente Cesaria. Da Silva la
había convencido para que no abusara de los cigarrillos y el alcohol
y, con los ahorros de su salario como empleado del servicio postal
en parís, le montó un sello disquero exclusivamente para ella,
Lusáfrica, poco después atento a otras expresiones africanas y
caribeñas (Da Silva, dicho sea de paso, fue quien puso en órbita a
Polo Montañez).
La carrera de Cesaria fue tomando las dimensiones de una bola de
nieve. De su primer álbum, La diva de los pies desnudos
(1989), a Miss Perfumado (1992), su arte fue transitando de
los elogios de la crítica especializada al éxito global más
absoluto. Y se vio en los grandes escenarios europeos, hasta
conquistar el Olympia, de París.
El resto es historia conocida. Cada actuación de Cesaria era
seguida por legiones; sus discos se agotaban en cada lanzamiento.
Vinieron los premios, hasta el prestigioso reconocimiento de la
UNESCO en 1998 y el codiciado Grammy de 2004 por Voz de amor.
En la última década, Cesaria tuvo una relación muy cercana con la
música cubana. Fueron antológicos sus conciertos en la Sala
Avellaneda del Teatro Nacional y hasta acá vino para grabar a dúo
con Compay Segundo una memorable Lágrimas negras. A su
formación habitual incorporó a valiosos instrumentistas cubanos de
la Orquesta Sinfónica Nacional.
No era muy dada a las entrevistas. En La Habana conversé con ella
y solo cuando le dije que el diálogo no era formal, comenzó a
sentirse cómoda. "Es que las entrevistas me fatigan", confesó. De
aquel encuentro conservo dos momentos. En uno de ellos expresó que
"no tengo secretos cuando canto; hago lo mismo que siempre he hecho,
porque la música, mientras más se lleve por dentro, sale mejor". El
otro fueron sus palabras cuando le pregunté por la fama: "Yo no sé
exactamente lo que es ser famosa, aunque me dicen que lo soy.
Famosas son esas mujeres hermosas que salen en la tele y se mueren
de rabia cuando no aparecen. Yo puedo vivir solo con mis canciones y
ese pedacito mío en Mindelo, donde la gente me trata como si todos
fueran de mi familia".
Pequeña gran verdad de Cesaria. A partir de su muerte este último
fin de semana a los 70 años de edad, en un hospital de Mindelo a
consecuencia de una crisis cardiorrespiratoria, tendremos que
acostumbrarnos a vivir solo con sus canciones.