A
quien se le ocurrió cubanizar la palabra inglesa que define el
sentimiento, feeling, seguramente le fue imposible avizorar
cuánto de grande, lindo, bueno, poético, pero también doloroso y
desgarrador tendría su uso en la canción a partir de que aquellos
muchachos del Callejón de Hamel, con los bolsillos vacíos y el alma
en vilo, reinventaran una vez más la manera de trovar en la Isla.
Desde esa plataforma de máxima exigencia artística y humanísima
percepción de la intimidad como territorio que es posible compartir
hasta el infinito, Marta Valdés, José Antonio Méndez, César Portillo
de la Luz, Ángel Díaz y Ñico Rojas, entre otros, lanzaron señales al
mundo. Pasada la moda quedó el modo de hacer y este fue el que
sensibilizó a un español, hasta cierto punto cubanizado por la
experiencia, el contrabajista Javier Colina, quien a su vez mostró
las joyas de la canción cubana a una cantante excepcional, Silvia
Pérez Cruz, acunada por las habaneras en Cataluña. En la proa de la
expedición, un ícono, Marta Valdés, y una balada, En la
imaginación.
Del disco a la escena, esos músicos, junto al pianista Albert
Sanz y el baterista Marc Miralta, quisieron devolverle a Cuba lo que
con mucho respeto y sentido de la autenticidad tomaron prestado.
Hora y media en la suave penumbra de la sala teatro del Museo
Nacional de Bellas Artes este diciembre bastaron para que Silvia,
Colina y sus acompañantes dejaran una huella perdurable en un
auditorio que se entregó a ellos en plena comunión.
Las claves de Colina para entendérselas con la canción cubana
—apropiándonos también de la creación de la mexicana María Grever
por su parentesco— están, por la parte de los arreglos, en explotar
el avecinamiento del filin con el jazz, y por otra, como intérprete
de su instrumento, en la asimilación creativa del estilo trovasonero
de los ejecutantes de cuerdas pulsadas en la tradición insular. Solo
alguien que tenga tan claras las herencias de Charles Mingus por lo
que compete al jazz y de Cachao López en lo que nos corresponde,
puede darse el lujo de sostener el hermoso edificio sonoro que
construyó para Ella y yo, de Oscar Hernández.
En cuanto a Silvia, el efecto deslumbrante de su proyección vocal
nace del equilibrio entre la más absoluta espontaneidad emocional y
el más deliberado cálculo en la dosificación de sus cualidades
expresivas. Porque solo una elevadísima sensibilidad y, al mismo
tiempo, un estudiado y profundo conocimiento de lo que puede dar de
sí, explican esa tensión entre agudos y graves, fortes y pianísimos,
momentos de extrema delicadeza y de abierta intensidad con que
transita de una a otra canción como un ángel, hasta hacer vívida la
memoria del binomio Piloto y Vera en Debí llorar, del Félix
Reina de Si me contara, del José Antonio Méndez, de Mi
mejor canción, hasta llegar a la altura del Bola de Nieve que
recreó la nana afro Belén, de uno de los hermanos Grenet, y
visitar las cumbres luminosas conquistadas por Marta Valdés en
Llora y En la imaginación.
Al final, con el maestro Pancho Amat en el tres y su hijo Daniel
en el piano, todos gozaron con El panquelero, pregón para la
descarga y la culminación del diálogo entre músicos que saben que el
filin —así, en el más puro español cubanizado— es un estado de
ánimo.