Cuando cumplíamos misión internacionalista en la República de
Etiopía, en los días de la ofensiva final contra el ejército invasor
de Somalia, avanzábamos hacia el Ogaden, después de varios combates
contra las tropas enemigas, para atacar la ciudad de Jijiga, uno de
los últimos bastiones del enemigo. En su avance, nuestras tropas
llegaron a las alturas de Leguinaje, en un lugar conocido por
Galocha; allí fuimos detenidos por la falta de combustibles y
municiones, puesto que las acciones contra el enemigo, más las
condiciones de las vías de acceso, habían dado lugar a un gasto por
encima de lo calculado.
Al conocer de la situación creada, el Segundo Jefe de la Misión
para la Retaguardia de inmediato entró en acción de manera decisiva,
con los inconvenientes del estado de los caminos inundados por las
lluvias. En pocas horas, durante la noche, en acciones combinadas
por tierra y aire, fueron situadas en cada tanque la cantidad de
combustible necesario y las municiones de cada arma participante
para toda la ofensiva, hasta la frontera del país agresor, superando
además los accidentes del terreno en parte con obstáculos creados
por el enemigo, como fueron las minas.
Julio
Casas, de pie y de frente, junto a otros oficiales en Etiopía.
De no haberse realizado tal proeza con la urgencia que la
situación exigía, el enemigo podía haber ganado tiempo y maniobrado
contra nuestra agrupación de tropas principal, aunque la que
avanzaba en la dirección secundaria no había confrontado estos
problemas y continuaba amenazando sus posiciones. La nuestra tenía
ante sí estos valladares, que gracias a la acción audaz y rápida del
entonces General de División Julio Casas se había resuelto
felizmente.
Nadie puede dudar que el héroe de aquel momento fuera el que
dirigió los trabajos de aseguramiento en tan difíciles
circunstancias, sin menoscabar, en modo alguno, el mérito
indiscutible de los compañeros jefes, oficiales y otros combatientes
que fueron ejecutores directos de sus órdenes.
Solucionado el gran problema, tomamos la ciudad de Jijiga, el
último bastión urbano que les quedaba a los invasores, para este
momento, y continuamos el avance indetenible hasta darles el golpe
final y lanzarlos más allá de sus fronteras, que nunca debían haber
cruzado, para sembrar muerte y sufrimientos en un pueblo noble.
Durante la toma de Jijiga fui víctima de esa dosis de vanidad que
uno lleva dentro, al sentirme el primero en entrar a la ciudad,
acompañado por un minúsculo grupo de compañeros; pero cuál fue mi
sorpresa, mi alegría y también mi preocupación, cuando conocí que
antes se había lanzado en un helicóptero, junto al hoy General de
Brigada Rafael Calderín, el entonces General de División Julio Casas
Regueiro.
Fue una acción arriesgada, puesto que se trataba de desembarcar
sin protección alguna en una ciudad desconocida, cuando todavía no
habían cesado definitivamente los disparos, y suponíamos que aun
quedaban los grupos de profundidad que antes habían actuado contra
nuestro puesto de mando avanzado; tal era la situación que tuvimos
que desarmar y detener una posta del ejército somalí que aún
permanecía en la entrada principal de la ciudad. Su actuación no fue
un alarde de valentía, sino su preocupación por conocer el estado de
los abastecimientos para lo que aún quedaba en la lucha por sacar al
enemigo del territorio ocupado, de ahí que el riesgo no fue para él
lo más importante.
Por eso, años después, cuando conocí que mi amigo fue condecorado
con el Título Honorífico de Héroe de la República de Cuba, sentí
gran satisfacción. Otros de sus méritos han sido mencionados, su
proverbial imagen está presente en todos, pero faltan cosas como
esta que para él quizás no tuvo la menor importancia y es
precisamente nuestro propósito con esta humilde reseña: Que se
conozca esta parte de la vida de ese héroe, que por su modestia no
nos permitió hacerlo en vida.
Perdone, General, mi amigo, por decir lo que nunca quiso que
hiciera. Una razón más para admirarle.