Pero tampoco es sorpresa que el historiador, laureado con el
Premio Nacional de Ciencias Sociales 2008 y el Premio Nacional de
Historia 2008, haya dedicado a ese acontecimiento un prolijo ensayo
que acaba de ver la luz bajo el título La conspiración de los
iguales. Para Rolando las claves de nuestro devenir están en la
comprensión justa y plena de un pasado no exento de complejidades y
contradicciones cuya lectura e interpretación exige lucidez,
profundidad, y un irrenunciable compromiso ético revolucionario.
Sobre el tema, actualizado a raíz de la conmemoración del
centenario de la fundación de la agrupación y luego Partido de los
Independientes de Color en agosto del 2008, ha habido recientes y
valiosas aproximaciones, aunque debe destacarse como un muy serio
antecedente la monografía publicada en el 2002 por Silvio Castro.
El libro de Rolando Rodríguez tiene no solo la virtud del manejo
de una exhaustiva y hasta ahora inmanejada documentación y
confrontación de fuentes testimoniales de la prensa de la época que
permiten al historiador una reconstrucción pormenorizada de los
hechos, sino también la de desentrañar la madeja de manipulaciones,
oportunismos, perspectivas erráticas y exaltaciones emocionales que
permearon lo que a todas luces fue un planteo armado condenado al
fracaso y por el que pagaron con sus vidas no solo los hombres
directamente involucrados en el alzamiento sino también cientos de
negros y mestizos que fueron víctimas de una brutal represión.
Pecado mayor de los líderes de la revuelta fue confiar en que
Estados Unidos, que perfeccionaba por entonces sus mecanismos de
control neocolonial en la isla, les brindaría asistencia. El libro
abunda en el seguimiento injerencista y con ánimos anexionistas que
dieron los servicios de inteligencia y la diplomacia de EE.UU. al
asunto. El autor desglosa del siguiente modo las razones del
descalabro:
En primer lugar, una buena cantidad de aquellos líderes negros
olvidaban que los yankis eran furibundos racistas, que no querían
otra Haití a sus puertas, como pensaban que sucedería si los negros
triunfaban. En segundo lugar, ya Theodore Roosevelt había proclamado
que Cuba no podía seguir en el juego de las insurrecciones, porque
si se producía otra, ellos tenían el deber de ocupar la isla y ya no
bajarían más su bandera del mástil del Morro de La Habana. Tercero,
el pueblo cubano amaba su república aunque fuera renqueante y
tuerta, porque esa república les había costado tres décadas de lucha
y cientos de miles de muertos y le temía más a la ocupación
estadounidense que haría se perdiera, que a un levantamiento negro.
Cuarto, la ocupación de la isla por los estadounidenses llevaría a
una guerra inevitable y atroz que causaría de nuevo miles y miles de
víctimas cubanas. Quinto, si la nueva insurrección podía traer la
pérdida de la república, había que liquidar ese alzamiento como
fuera. Sexto, los líderes de los Independientes de Color habían
estado en manoseos con los diplomáticos estadounidenses en la isla,
a los cuales recurrían para presentar sus quejas, y eso había
aparecido en la prensa. Séptimo, los líderes negros habían evocado
la enmienda Platt para que se les hiciera "justicia", en sus
planteamientos de derogar la enmienda Morúa (aprobada por los
legisladores para prohibir todo tipo de agrupamiento político a
partir del color de la piel), y si había algo que odiaban los
cubanos, blancos y negros, era la oprobiosa enmienda que les habían
impuesto. Octavo, los líderes del partido de los Independientes de
Color ensalzaban en sus escritos a los dirigentes políticos de
Estados Unidos y a la "Gran Nación", mientras solapadamente no pocos
cubanos echaban pestes sobre ellos.
Esto Rolando lo puede decir, obviamente, desde la óptica actual.
Habría que tomarle el pulso, como también lo hace en otras páginas
del enjundioso ensayo, a la conciencia común de los hombres de la
época, a aquella masa de negros y mulatos que habían luchado por la
libertad de Cuba, junto a los blancos, y que habían sido preteridos
al fondo de la pirámide social, sin oportunidades de redención. La
herencia de siglos de esclavitud y la persistencia de un imaginario
racista en la que ser negro era un estigma, pesaba demasiado y
siguió gravitando a lo largo de la ficción republicana. El propio
autor expone elocuentes estadísticas y recuerda las barreras
raciales en los parques y paseos públicos de las principales
ciudades hasta el mismo 1959. Origen étnico, estratificación
clasista y desventajas sociales se nos presentan como coordenadas
entrecruzadas e ineludibles para entender el proceso histórico
cubano.
Rolando invoca a Martí y Maceo, quienes coincidieron en luchar
por una república "con todos y para el bien de todos", sin odios
raciales. Pero se sabe también cómo el legado de Martí y Maceo, más
en las dos primeras décadas del siglo pasado, fue reducido y
cercenado.
No se puede perder la memoria. Menos ahora cuando estamos
abocados a completar el proyecto de justicia y dignidad que la
Revolución socialista inauguró y en el cual la aspiración de
identificarnos plenamente con el color cubano enunciado por Nicolás
Guillén es como nunca antes premisa y posibilidad real.