A
la altura de los 70 años de edad —los cumple este domingo 9 de
octubre (Quivicán, 1941)—, y con una obra enorme y múltiple a sus
espaldas, y de irradiación universal, Dionisio de Jesús Valdés se da
el lujo de mirar hacia adelante.
"En música no se puede decir jamás que se ha escrito la última
palabra", dijo Chucho poco antes de partir a su actual gira por
ciudades europeas, ante públicos que caen rendidos ante la
deslumbrante entrega de los temas del disco Chucho’s steps,
ganador de la última edición de los Grammy.
Dicen que fue un niño precoz. En la familia cuentan que a los
tres años, su padre Bebo se sorprendió ante unos amigos en casa
cuando escuchó al pequeño tocar una frase completa que había
aprendido de él en el teclado.
Pero habría que hablar de un genio cultivado con tenacidad,
disciplina, mente abierta y mucho trabajo. Chucho no olvida el
aprendizaje de la lectura musical con Oscar Bouffartigue, las clases
de piano con Rosario Franco y Zenaida Romeu, ni las enseñanzas que
recibió de Leo Brouwer y el irrepetible Federico Smith en el Teatro
Musical de La Habana y luego con el inefable Armando Romeu en la
Orquesta de Música Moderna.
Como tampoco la alternativa que le ofreció para su debut
profesional a los 14 años de edad el viejo Revé (padre de Elio, el
del Charangón y abuelo de Elito), la responsabilidad de insertarse y
luego echar pie en tierra con la orquesta Sabor de Cuba, ni las
tandas de estándares en los hoteles Deauville, el Saint John y el
Riviera, ni la etapa de definiciones que comenzó con el ejercicio de
su combo, en el que cantó el todavía insuficientemente valorado
Amado Borcelá (Guapachá).
Es historia conocida el salto de la Orquesta de Música Moderna al
quinteto de la fabulosa irrupción internacional en el polaco Jazz
Jamboree de 1969, la fundación de Irakere en 1973, la cadena de
premios Grammy eslabonados a partir de 1978, la rutilante carrera en
solitario, la creación del cuarteto y la más reciente formulación de
Los Mensajeros del Jazz Afrocubano.
Pero la grandeza de Chucho no se resume solo en los hitos de una
trayectoria, sino en su decisiva y confluyente contribución al
ensanchamiento del espectro del jazz y de la música cubana como
autor, intérprete y orquestador.
Bastarían estos tres ejemplos correspondientes a cada uno de los
mencionados desempeños. Cuando compuso en 1964 Mambo influenciado
y en 1969 Misa negra estableció, por una parte, una noción
diferente del pianismo insular y por otra un reencuentro de nuevo
tipo entre África y el universo sonoro occidental. Como intérprete,
su destaque no radica únicamente en la exuberancia del virtuoso,
sino en la creación de un estilo identificable por sus frases y
acentos. En tanto como orquestador, la conjunción de instrumentos de
viento con la base rítmica en Irakere sentó pautas para el salto del
son a la salsa y de esta a la timba.
¿Quiérese más en el plazo de siete décadas, cinco de ellas
activas en la escena musical cubana y mundial? Parece que sí. Al
menos Chucho así lo piensa. Y mientras se burla del almanaque, va
urdiendo nuevos pasos de gigante.