En
Islas en el Golfo un personaje de Hemingway le pedía a otro que
le narrara un cuento de amor. ¿Qué clase de amor, sagrado o
profano?, le preguntaban, y él definía: simplemente un buen poco de
amor.
No hay duda de que por ese rumbo se encamina Enrique Álvarez en
Marina, su tercer largometraje, ahora en prestreno, y que
supera sus dos entregas anteriores, La Ola (1995) y
Miradas (2001).
Mejor, porque si antes salió a buscar sin tener muy claro cómo
plasmar temas complicados, ahora, al renunciar a cierto
trascendentalismo per se y concentrarse en un argumento
sencillo y lineal ––modesto argumento, pudiera decirse–– arma una
historia tan discutible como creíble en sus resortes intimistas.
"Chico conoce a chica" es una forma internacional algo desdeñosa
de calificar los filmes de amor en que luego de descubrirse "el
muchacho y la muchacha" sobrevienen los lógicos encuentros y
desencuentros, entendidos sexuales y malentendidos emocionales. De
ello también hay en Marina, solo que detrás de esas
recurrencias amorosas se despliega un telón de silenciosas
motivaciones sociales, que tienen la capacidad de obrar sobre la
conciencia del espectador.
No se subrayan esas motivaciones, pero se barruntan, están ahí,
en la historia un tanto misteriosa de la joven que regresa a Gibara
procedente de La Habana tras siete años de haber partido hacia las
luces de la capital, dejando atrás a su viejo padre.
En tal sentido, Enrique Álvarez evita los subrayados en una trama
en la que se dice menos que más. De ahí que hacia los finales, quizá
buscando un conflicto fragoso antes inexistente, cuando el pescador
le espeta a la joven Marina que se va del país, la revelación cobre
un significado próximo al pistoletazo en la sala de concierto, no
por el hecho de que se vaya el joven (él no sabe ni por qué) e
invite a la travesía a la mujer amada, sino porque la acción deviene
tremendismo dramático de último minuto, innecesario para resolver
los conflictos de desarraigo de la joven.
Quizá más interesante hubiera sido que el pescador le planteara
si en nombre del amor, ella, mujer que había conocido "las mieles"
de la capital, estaba dispuesta a quedarse a vivir en la modesta
casita, a orillas del mar, y comiendo los mismos pescaditos de
siempre. Dura prueba amorosa hubiera sido esa, pero también otra
película.
Filmada en Gibara, el director le saca el máximo al bello
escenario natural. La buena fotografía es un sostén para una
historia a la que le sobran minutos y que al recurrir a pinceladas
humorísticas no siempre las encaja con precisión, pues algunas se
notan más "puestas", que desprendidas de los situaciones.
Apreciables los desempeños de Claudia Muñiz (coguionista), Carlos
Enrique Almirante y Mario Limonta en este "cuéntame un buen poco de
amor", en el que a ratos la banda sonora viene en auxilio de algunas
emociones que ––tratándose del tema más viejo en el mundo–– en
Marina faltan.